Sara Arguijo
La pasión de Aurora Vargas, los dimes y diretes de la Bienal de Sevilla, el reencuentro con Riqueni y el placer de Rocío Molina, entre los recuerdos de un 2017 vivido que tiene banda sonora de Manuel Cástulo y Rocío Márquez y viaja de Los Alcores al más allá.
Echando la vista atrás a #Miañoflamenco me doy cuenta que el arte tiene una ventaja fundamental sobre otras experiencias vitales. Que cuando te conmueve se queda contigo para toda la vida y cuando no, simplemente desaparece de la memoria. Repasando mi resumen mientras escribo estas líneas, me doy cuenta que lo inoportuno, fallido, irresponsable o banal que haya podido ver duele en ese mismo instante, pero no deja secuelas. Esto cuando sucede en el escenario, claro, porque si lo desagradable viene de arriba, de abajo o de detrás las tripas se siguen removiendo al recordarlo, afortunadamente. Y por todo esto seguimos aquí.
Empezando por el final el 2017 lo acabé electrizada con el chispazo de Aurora Vargas. Y no, ni acabo de descubrirla ni vino a hacer nada nuevo, pero su fuerza, su naturalidad y su salvajismo son tan necesarios que ilusionan y ponen luz como las bengalas que se encienden en las cenas navideñas. Puro fuego en un mundo cada vez más frío.
Y antes de este abrazo, la decepción por los dimes y diretes de una Bienal que sigue vagando sin rumbo a pesar de que tenga un nuevo director del que poca o ninguna noticia hemos recibido hasta ahora. Porque, como apunté en la columna de opinión que hemos inaugurado este año, igual que Ortiz Nuevo es lo de menos, lo es Antonio Zoido y lo será el que venga mientras no exista un compromiso real por hacer de esta cita un evento responsable, ilusionante y proactivo. Por eso cuando pienso en el asunto resuena en mí la letra de aquellos tientos tangos –me fíe de la verdad y la verdad me engañó– en la voz de Bernardo el de Lobitos y me viene la pena de haberme perdido muchas de las cosas que tenía ya enjaretadas el poeta de Archidona.
Menos mal que para el desahogo está Rafael Riqueni y con su regreso a los escenarios podemos llorar tranquilos. Él me decía en la charla que tuve con él antes de su actuación en el Festival Flamenco On Fire que en su guitarra no hay tristeza, hay vida pero es que las lágrimas no se derraman sólo de pena, sino de emoción y esto es inherente a su toque. Así, de hecho, lo comprobamos una vez más en su concierto en Pamplona donde, a muchos kilómetros del Parque de María Luisa, descubrimos que “aunque el fondo de la foto de nuestros recuerdos cambie, en Pamplona, en Sevilla, en Nueva York o en la Conchinchina, los seres humanos comparten la incertidumbre, la ilusión, la indefensión, el desconsuelo, los sueños, el miedo, la alegría o la ingenuidad que nos marcan de por vida desde la infancia. Justo lo que Riqueni captura entre sus manos”.
Pero el flamenco también es inquietud, reivindicación, firmeza, hallazgo. Eso que te sacude y te destruye de placer y dolor al mismo tiempo. Lo que te penetra hasta dejarte exhausta. El orgasmo colectivo al que nos invitó Rocío Molina en la Bienal de Flamenco de los Países Bajos con Caída del cielo. La OBRA, con mayúsculas, que nos ha puesto este año los pies sobre la tierra y que seguiremos recordando pase el tiempo que pase.
Y como los caminos de lo jondo son inescrutables a veces nos invitan a detenernos en Una mirada lenta como la que nos propuso Ana Morales y David Coria en un espectáculo que fue una oda a la sensibilidad. Un poema delicado del que salimos con el pecho encogido, pero alegres por todo los que aún nos tienen que regalar estos artistas. O en el hilo de voz de Antonio Reyes que parece no inmutarse cuando despliega los tercios en su cante y demuestra que el flamenco es cuestión de gusto.
De Los Alcores al más allá
Desde luego este 2017 debería resaltar mi periplo por algunos de los festivales de fuera de la ciudad desde la que hablo por lo mucho que he aprendido de otras formas de entender y tratar el flamenco y por la hermandad que se crea en estos entornos entre los propios compañeros de profesión e incluso con los artistas.
Pero sería injusto si no me detuviera en la suerte que tengo de vivir de cerca el flamenco en Los Alcores. Porque probablemente ni Mairena ni El Viso del Alcor vayan a arrancar nunca una apertura de un diario nacional pero sepan que sólo aquí y en muy pocos sitios más –sumemos La Puebla de Cazalla– podrá el aficionado recibir una clase magistral de ese arte de saber escuchar del que habla en su libro Pedro Madroñal y notar cómo a los artistas se los comen los nervios por estar en una tierra que es escuela y donde el cante sale a la intemperie. Así, en Mairena sentí la emoción de quienes competían por el Concurso de Cante Jondo de Antonio Mairena y vi al día siguiente cómo se rompía el pecho Esperanza Fernández en el mejor recital que le recuerdo. Igual que en el Festival de Cante Grande de El Viso del Alcor vino Mayte Martín a arroparnos y darnos calor en una noche de frío y viento horrible.
En esta comarca encontramos también a dos artistas que reivindicamos por tener que estar más reconocidos de lo que lo están: Rubio de Pruna, valor seguro de eco impío que engrandece cualquier cartel, y Manuel Cástulo, un cantaor esencial que nos entronca con la raíz más clásica desde la óptica más afable y que no entiende el cante sino es rompiéndose. No dejen de escuchar Entre Tiempos, uno de los álbumes que más me han acompañado este año. ¡Qué bien cuando se canta tan bien!
Ser antes que estar
De estos 365 días me quedo, cómo no, con esas entrevistas abiertas en las que el artista se permite mostrar lo que es cuando no está al otro lado. En una de estas conversaciones pude comprobar que la humildad que desprende Dorantes no es en absoluto impostura y que su discurso artístico nace de sus recuerdos pero se alimenta de su enorme curiosidad y de su capacidad para escuchar y comprender.
En otra que la fuerza y el entusiasmo que Patricia Guerrero transmite en el escenario te arrastra por igual en persona. Y que sí, que va a comerse el mundo si quiere porque su principal virtud no es la juventud sino su perspicacia y su solidez.
De la charla con Tomasito se me viene lo que quería decir y no terminaba, en parte por su propia nerviosera y, sobre todo, porque este lenguaje entrecortado le sirve para mostrar su gran sentido del humor y ocultar pretendidamente su inteligencia.
Y de Mayte Martín me llevo una lección de la que ni ella es consciente. Porque ese día, ahora lo cuento, yo venía de acompañar a un escritor en la promoción de su libro -en uno de los otros trabajos que desempeño- y él me contó abiertamente cómo hacía estudios y estadísticas para escribir una historia que tuviera el mayor número de ventas posibles. Con Excel y todo, vamos. Luego, en la entrevista con Mayte, se detuvo en explicarme su concepto artístico y su afán por no ser víctima de industrias ni de modas. Su discurso me sonó tan solemne y auténtico que al colgar el teléfono la admiré más de lo habitual y pensé en esa frase que recoge Eduardo Galeano en boca del pintor Portinari: “lo único que yo sé es esto, el arte o es arte, o es mierda”.
Por último, no me puedo despedir sin mencionar a Rocío Márquez, sin duda, una de las cantaoras que con su compromiso, su valentía, su sensatez y su generosidad más aporta al flamenco actual. Firmamento es otro de los discos que tengo siempre en la mesilla de mi despacho porque ahí encuentro una propuesta que me creo a pies juntillas.
Por lo demás, perdónenme si se me ha pasado algo importante o si no refiero muchas cosas que me hubiera gustado contar -como ese Don Quixote de Andrés Marín– pero no he podido.