La Afillaora
Sara Arguijo
@saraarguijo
Periodista cultural.
Amante del flamenco sin «k», ni diminutivos.
En ocasiones afilo cuchillos.
Quien me conoce sabe que trato de alejar de mí cualquier forma de pesimismo. De partida, prefiero siempre la ilusión y el riesgo a la derrota. Y confieso que profeso a menudo una actitud ingenua que me lleva a confiar en las personas y en la capacidad de éstas para cambiar las cosas. Pero permítanme que el asunto de la Bienal de Sevilla me genere pocas o ninguna esperanza.
Estaba claro que a la cita le hacía falta un cambio de rumbo y que el oscurantismo que se ha puesto de manifiesto en estas semanas en torno a las cuentas de las pasadas ediciones revela, cuanto menos, cierta improvisación y, quizás, hasta un poco de cara dura. Lo que desgraciadamente ocurre casi siempre que se escarba en la gestión pública, por más que traten de vendernos la falacia de la transparencia.
En este sentido, el nombramiento de un nuevo director y la apuesta por un nuevo modelo se debe recibir como una buena noticia. Y, personalmente, considero a José Luis Ortiz Nuevo un hombre con agallas, capaz, comprometido con la cultura, con criterio y lo suficientemente valiente como para trabajar por defender aquello en lo que cree. Aunque luego puedan gustar más o menos sus ideas.
El problema es que lo de Ortiz Nuevo es lo de menos. La Bienal arrastra grietas históricas que son fruto de la ignorancia, de la avaricia y de la indiferencia de muchos a los que esto les importa poco o nada.
La opción de que sea el fundador de la cita cultural el que se vaya a encargar de su veinte aniversario, o de que incluso se les hubiera dejado un sitio a todos los que han dirigido algunas de sus ediciones, podría resultar incluso entrañable sino fuera porque esto huele inevitablemente a decisión apresurada y continuista.
De todas formas, como decía, lo de Ortiz Nuevo es lo de menos mientras Sevilla y sus gobernantes no decidan qué quiere que sea su Bienal. Si pretendemos ser el escaparate jondo mundial, presumir de cifras a toda costa, involucrar a la ciudad con la cita, contribuir a difundir y educar en este arte o ser plataforma de nuevos artistas, entre otras opciones. Y para ello, hace falta sentarse sí, pero sobre todo hace falta ponerse a trabajar y hacerlo con las miras puestas en el futuro y no con un planteamiento cortoplacista que es en el que puede desembocar todo si se cambia la dirección cada dos años.
Lo del consejo de asesores no ha sido hasta ahora más que otra pantomima. No porque dude de la valía de quienes lo conformen sino porque lo que se necesita en un festival de esta índole –repito- es que un equipo de profesionales trabaje para el proyecto de forma permanente.
Una Bienal no sólo necesita un director artístico que, por supuesto, es fundamental si se le quiere imprimir un sello al evento y no convertirlo en un contenedor de propuestas más o menos acertadas. Además, precisa de un buen gestor cultural y de un equipo de expertos en distintas materias –y también en flamenco, porque los hay- que puedan proponer y ejecutar (comunicación, producción, marketing, desarrollo estratégico…). Y claro, del apoyo necesario de los representantes políticos que, sea quienes fueren, deberían ir a una.
A partir de aquí podría empezar a soñar con una Bienal más justa. Una bienal proactiva que no sólo enseñe lo que el flamenco fue, es o será, porque esto ya lo saben en medio mundo, sino que provoque, que construya, que anime, que comprometa, que una y que ilusione. Ojalá.