Silvia Cruz Lapeña
Fotos: Maud Sophie Andrieux
La pieza del Taller de Músics juntó a más de 30 músicos, incluidos Arcángel y el hijo de Enrique, Kiki Morente, para recordar al cantaor de Granada en el séptimo aniversario de su muerte.
La actuación organizada por el Taller de Músics en la Sala Barts para recordar a Enrique Morente en el séptimo aniversario de su muerte arrancó con una parte flamenca titulada “Alegoría”. La inició el hijo, Kiki Morente, a pelo y en solitario con letrillas que frecuentaba su padre y que acabó por alegrías. Lo que vino después fue una corta sucesión de interpretaciones entre el hijo biológico; el hijo adoptivo, Arcángel, y el guitarrista Chicuelo. El tocaor sólo hizo un solo para luego acompañar a los cantaores que hicieron juntos abandolaos.
Lo “hermanos” que son los dos se vio al instante. Se notó en el modo en que se miran y en lo mucho que se entienden, y esa complicidad y la emoción arreglaron un dúo poco ensayado y en el que la guitarra también fue por su lado. Lo mejor de esa primera parte fue Arcángel cantando por soleá y por seguiriya y dejó claro desde el inicio que es él, con lo poco que se le parece, el que mejor honra hoy la memoria de Morente. Entre otras cosas, porque no toma el nombre ni la obra de Enrique en vano.
Kiki, el heredero
Después de esa entrada deslavazada, empezó el réquiem para el que se subieron al escenario de la Sala Barts más de 30 personas dirigidas por Joan Albert Amargós. Empezó con unos vientos bellísimos que hicieron presagiar una composición más clásica de lo que luego fue pues a continuación, entró la banda y el tono trocó en puro jazz. Iba de perlas, enmarcada como estaba la pieza en el 49 Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona y era la apuesta del compositor, el pianista Joan Díaz, que ya avisó en la rueda de prensa de que su homenaje iría por ese camino.
Al cante empezó Kiki con letra de Mario Benedetti: “Sigo en pie por latido / por costumbre / por no abrir la ventana decisiva…” poniendo de manifiesto su fuerza y su debilidad. Kiki tiene el aire de su padre, algo que emociona a cualquiera que viera y gozara alguna vez al Ronco de Granada sobre un escenario. Parte del atractivo de su heredero está en su presencia sobre las tablas, en su forma de mirar y de arreglar con tanto ángel lo que a veces no está suficientemente cuajado. No es algo menor en un artista, el problema surge cuando se juegan muchas cartas al mismo don. Es así como una facultad se convierte en punto flaco.
Duelo de voces
En el Kyrie Eleison, el “señor, ten piedad” de la liturgia cristiana, entró Pere Martínez cantando en catalán una letra de Manel Forcano. Paula Domínguez entró sola con letra de Alberti: “En toda la tarde brilla una luz de pesadilla…”, le tocó decir en una línea afinadísima pero dulzona, en un estilo de intérprete femenina que abunda demasiado. Paula tiene otros registros más furiosos que le hubieran beneficiado a ella y a la obra, que a ratos pareció más un musical que un réquiem. También Martínez hizo poco de cantaor, con lo bien que se le da. Eso sí, en el duelo de voces jóvenes no buscado, pero inevitable, ganó Martínez por capacidad y por personalidad, aunque también le tocó más de una vez el papel de cantante demasiado previsible.
El veterano entre ellos, Arcángel, se sumó al grupo para una ronda de tonás que debían constituir el momento elegíaco de la oración, pero fue en ese momento cuando la orquesta se los comió a todos. La banda ya había pisado antes a músicos como Marc López, a quien no se pudo escuchar en todo su esplendor, por culpa del sonido, no de su pericia con la guitarra. Tampoco se entendió que tuviera tan poco papel Marc Miralta, batería galáctico, ni que estuviera tan escondido en una función en la que se echó de menos un poquito más de garra.
Morente y el riesgo
Juzgar una obra que probablemente no volverá a representarse porque fue “un acto irrepetible y exclusivo”, como indicó el presidente del Taller de Músics, Luis Cabrera, es complicado. Lo es también porque el motivo era triste y era noble: recordar a Morente en el aniversario de su muerte. Y más aún después de ver a su viuda, Aurora Carbonell, tan emocionada. Por eso, la cuestión en un homenaje de este tipo no es tanto si la pieza era mala o era buena, si era flamenca o no, o si sonaba a Morente o ni se le parecía. La cuestión es cuánto habló de lo que fue el cantaor, pues de eso va un réquiem, una misa de difuntos, un panegírico o un obituario: de resaltar lo que hizo distinto, grande o bueno al ser que se rememora.
Para quienes vimos el réquiem de Enric Palomar varias semanas atrás en el Auditori de Barcelona, era inevitable comparar: tampoco sonó a Morente pues en aquel ni siquiera cantó su hijo, pero hubo riesgo. El riesgo lo percibe el espectador cuando siente que todo lo que ve y escucha está a punto de fracasar, de caer por un precipicio pero de pronto, cuando menos lo espera, no sólo no cae sino que toma forma, se eleva y se ensancha. Algo así le paso al de Granada con muchos de sus trabajos. Riesgo, quizás una de las palabras que mejor defina a Morente, pero no se vio esa esquirla en el segundo réquiem.
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