Crónica jonda es una road movie flamenca, un viaje por España y por el tiempo, con desvíos que llevan a festivales de música en Ámsterdam y a hospitales al borde del colapso. Hay castañuelas de imitación y castañuelas viejas de ébano que suenan a duende zascandileando dentro de un tonel. Guardianes de las esencias y renovadores que siguen la estela de Camarón y Paco de Lucía con saxofón, contrabajo o con un piano tocado como si fuera guitarra, pues no hay nada más flamenco que una mano hurgando en tripa. Sus páginas huelen al azufre de las minas de La Unión, en Murcia, a dama de noche y a pescado aliñado con ají, limón y cilantro. La autora cree que ninguna música se entiende sin su contexto aunque a ratos bifurcó el camino y empleó el flamenco para descifrar el país en el que vive y a sí misma. No fue una excusa, fue una llave. Y también un abrigo.
LA AUTORA
Silvia Cruz Lapeña (Barcelona, 1978) emigró del norte al sur cuando era cría. En Baena (Córdoba) le crecieron las piernas y el amor por el flamenco. Empezó a escribir sobre lo jondo ya de vuelta en Barcelona y cuando alguien le pregunta por qué lo hace, hace suya la respuesta que da Manuel Alcántara a quienes le inquieren por su afición al boxeo: “No es porque me guste, es porque me interroga.” Le pasa igual con su oficio. Ha publicado en ABC, La Vanguardia, El Español, Rockdelux, Altaïr Magazine, Ctxt, Deflamenco o Vanity Fair sobre política, sociedad, crimen o cultura. Ha tenido otros empleos sin dejar de ser periodista o para poder serlo. De lo único que se arrepiente es de haber pensado alguna vez en dejar de tomar notas.
FRAGMENTOS
Llegada a ese punto, cuando creía estar lista para narrar, murió la madre de mi padre. Con una vida en la que se amontonaban cadáveres carnales, sentimentales y simbólicos, fui por fin capaz de llorar. Lo que derramé no tiene más valor que lo que vino después: la necesidad, a esas alturas ya insoportable, de escribir. Camarón, Paco de Lucía, Félix Grande y mis abuelas me pusieron la sangre a la temperatura adecuada para iniciar el relato. Pero vivo en el mundo, lo narro cada día y esas despedidas coincidieron con esa España aniquilada. Una muerte de otro tipo.
Es por eso que la historia que iba a explicar se convirtió en viaje, uno por la tierra que me da cosas y me las quita, uno que me salió en clave flamenca porque es la música que me acompaña desde la cuna y la que me interroga. Blacking decía que una música sólo puede entenderse del todo en un contexto social. Yo le he dado la vuelta a su teoría y he usado el flamenco para entender el entorno. No ha sido una excusa, ha sido una llave. Y también un abrigo.
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Pero Francisco nació en 1948. Fue el cuarto hijo de Lucia. Nació en la Algeciras del contrabando, sita en la España de Franco. Sus vecinas, Las boqueronas, se metían con él porque era gordo. Lo recuerda ya mayor, después de haber sido flaco casi toda su vida y le da risa. De aquellos años, cuenta que dormía oliendo a dama de noche, especie invasora que pare flores blancas y estrelladas y, que como los flamencos, despierta cuando acaba el día. Francisco dice que aspiraba esa fragancia desde su cama y el olor se le mezclaba con las conversaciones y los cantes de los artistas que su padre, guitarrista en tascas y en juergas de señoritos, se llevaba a casa al acabar su jornada que había empezado, no de noche sino de día y no en los bares sino en el mercado donde tenía un puesto de verduras.
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Francisco soñaba con ser cantaor. Pero era tímido y no tenía una gran voz. Su padre, harto de hambre, le divisó un buen oído y le calzó una guitarra a una edad en la que el niño Francisco probablemente no tuviera ni cuajadas las falanges. Pero eso no fue problema para él, tampoco que el instrumento precisara horas de soledad y ensayo, pues ya era desde chiquito un ser inclinado al silencio. Tenía siete años, aún se llamaba Francisco y vivía en la calle Barcelona. Al poco tiempo empezó a recorrer tablaos, bares y ventas con la guitarra y se le asignó un número: el 1423, el de su carné de artista. Así se convirtió Francisco en un niño trabajador, nada raro en la España de los años 50, donde el sueldo de un cabeza de familia no daba para mantener toda una casa. Críos de su edad, diez años, trabajaban en las fábricas, iban al campo o guardaban pavos. A él al menos, le asignaron un oficio que no estaba entre los más peligrosos: peor hubiera sido una mina, él lo sabía.
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Ya de vuelta, le contesto un correo a mi amigo Braulio que quiere saber cómo estoy y le cuento que me voy con una alegría enganchada en la retina, algo que sucedió la noche anterior cuando mi hermano y yo hacíamos guardia junto a la cama de la madre de nuestro padre. Yo estaba adormilada y de repente, vi la sombra de unas manos en la pared. Eran los dedos nonagenarios de mi abuela y los vi elevarse lentamente, muy pero que muy despacio. Los levantó a la vez y cuando sus manos casi se rozaban, empezó a hacer palmas. Mi hermano me miró incrédulo, con las cejas a punto de invadirle las entradas. Esa señora había estado todo el día inmóvil y respirando con dificultad y en ese momento de la noche, se despejó, se arrancó la ropa y se apartó las sábanas, se quedó en pelotas y empezó a hacer unas palmas muy flamencas. Cuando acabó, bajó los brazos con cuidado y se puso bien el pelo. Mi hermano y yo reímos procurando no hacer ruido, ahogándonos de risa y de tristeza.
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Banda sonora de Crónica Jonda:
Crónica Jonda – Flamenco pa’celebrar
https://open.spotify.com/user/silviacruzflamenca/playlist/2a7eVsSaLk2sgOL3s6PkTV
Crónica Jonda – Flamenco pa’dentro
https://open.spotify.com/user/silviacruzflamenca/playlist/0bdAtzwnzhaq8j6DULSmq4
Crónica Jonda – Flamenco pa’protestar
https://play.spotify.com/user/silviacruzflamenca/playlist/21yGzTePxu7HtNZrcVJ7OB?play=true&utm_source=open.spotify.com&utm_medium=open
[Referencia: DF-11209]