Se baja el telón del Teatro Villamarta. Los abrazos en el hall son numerosos: las cursillistas, artisteo vario, prensa especializada y trabajadoras de la casa. Menguan las aglomeraciones a tope de vuelos de lunares entre La Manzanilla y La Reja. Parece que se acaba el outfit oficial: frente al jato roneante más propio del autóctono, el híbrido de zapatillas, atuendo cómodo y elástico y mochila con agua en ristre. Podemos decir cosas como ésta de la vigésimo séptima edición del Festival de Jerez. O podemos tirar por otros derroteros.
Podemos mencionar a la única mujer guitarrista de todo el certamen, Antonia Jiménez. La también compositora portuense formó parte del elenco Un lucero, capitaneado por Lucía Campillo, tras presentar en la edición anterior su propio recital. Puede que a ti no te importe, y estoy segura de que este año no pasará a la historia por ahondar en la desigualdad, antes al contrario; simplemente no estaría de más preguntarse, en el tiempo en que estamos, dónde están las demás instrumentistas, por qué solemos no verlas e incluso atrevernos a insistir en el “no hay”.
En este sentido, aunque el cante de atrás suele ser mayoritariamente masculino, la representación de las mujeres en estas lides ha sido de lo mejorcito. Sólo por citar algunas: Sandra Carrasco, Ángeles Toledano, Gema Caballero, Amparo Lagares, May Fernández o Eva la Lebri, que han protagonizado momentos de auténtica belleza; mención especial para Ángeles Toledano, que además de cantarle a Eduardo Guerrero junto a María Terremoto, acompañó con una soleá soberana y llena de recovecos a María Moreno. O una brillantísima Gema Caballero haciendo lo propio por Sara Calero o Rafaela Carrasco.
Tampoco se quedó atrás Luis Moneo acompañando a una María José Franco mandando, magnífica. No en vano, Bailar para Ser acaba de recibir el Premio del Público, y en él pudimos apreciar un salto cuántico gracias a la visión propia de la gaditana, curtida en mil historias de baile y también a la de su directora escénica, Nieves Rosales. Otras joyitas las trajeron cantaores como el requeridísimo Pepe de Pura trenzándole el pelo a Águeda Saavedra en Venero con una dulzura que para nosotras la quisiéramos. Por alusiones, comentó su regidor, Jorge Limosnita, que no había truco a la hora del trenzado, que el cantaor no tuvo que aprender in extremis. Que De Pura ya sabía de antemano por haber trenzando a su madre. Así de sencillo, así de a corazón abierto.
Semejante a la actividad de De Pura en otras ediciones, Jesús Corbacho se ha llevado este año la palma, participando de seis propuestas. Se agradece la profesionalidad del onubense, que no ha repetido una letra, “ni mi Campallo una falseta”, según comentaba el propio cantaor. Aunque lo dijera entre risas, no todo el mundo ha utilizado ese criterio a la hora de participar en montajes diferentes. Mimar el cante y respetar al público (y a quien baila, que al fin y al cabo, te contrata) de tal modo que rebuscar en el patrimonio lírico te parezca lo mínimo que puedes hacer. Y de ahí, para arriba.
En cualquier caso, y más allá de esos momentitos de gloria riquísimos en matices de todos los colores y que suelen ser los que más hondo calan en el personal, me gustaría resaltar, además de la diversidad, la profundidad de las propuestas programadas. Resulta obvio que no es exclusivo de este tiempo -como tampoco lo es el mantra eso no es flamenco o la pureza se está perdiendo– y es la capacidad de búsqueda del artista (¿deberíamos poner el apellido flamenco?), la necesidad de establecer alianzas con otros oficios artísticos o técnicos afines u opuestos con quienes crear un mundo y traducir los sentires compartidos, el proceso, el hallazgo. La edición de 2023 del certamen jerezano es la primera, digamos al cien por cien, después de la pandemia. ¿Qué ha purgado el virus? ¿Qué ha hecho con nosotras como público, con ellas como artistas? ¿Cómo ha transformado la urgencia por contar, por bucear en las zonas menos iluminadas de nuestro ser y nuestra conciencia? Y, sobre todo, ¿qué hacemos con eso?
Posiblemente, ser más proclives a la risa, a mirarnos al espejo y descojonarnos de la cantidad de disfraces que nos ponemos para salir al mundo. El flamenco no resulta ajeno a esta dinámica, de ahí la importancia de la original propuesta de Tino van der Sman El payo, el guiri y el gitano, como ya te contamos en esta crónica de aquí. Quizá sería interesante que el Festival de Jerez, quien ya contara con la hilarante ¿Qué pasaría si pasara? en 2018, tendiera más puentes con obras de este tipo que inviten a la reflexión del contexto flamenco y no sólo a su ejecución. La bulla, pero también el compromiso, la crítica, la autocrítica…
Pese a algunas deficiencias (espaciales y de otras índoles) y algunos posts rabiosos que a veces inundan las redes, ver el Teatro Villamarta hasta la bandera prácticamente cada noche es un espectáculo en sí mismo. Respirar el ambiente de sus otras sedes -a las que se llega siguiendo el cortejo porque todo el mundo va al mismo sitio-, también lo es. ¿Estaría mejor que hubiera más público local, más vinculación con el contexto autóctono? Puede. ¿Es la idea? Me da que no o, al menos, en su origen no fue así. ¿Tenemos capacidad y voluntad para cambiarlo? Y, sobre todo, ¿a quién le importa?