Rocío Molina, Laura Rozalén Lugar: Sala Joaquín Turina. Fecha: Jueves, 22 de noviembre. Aforo: Lleno.
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Texto: Juan Vergillos Desnudarse con la naturalidad del que respira Baile: Rocío Molina, Laura Rozalén. Guitarra: Paco Cruz, Manuel Cañas. Cante: Jesús Corbacho. Percusión: Sergio Martínez. Palmas: Popi, Vanessa Coloma Cuando se ha olvidado de pretensiones conceptuales de fingido gran calado, propias o ajenas, es cuando nos está ofreciendo sus mejores espectáculos. Cuando se ha recogido hacia lo íntimo, los objetos pequeños. Rocío está creciendo a ojos vista. Se está haciendo una mujer en la escena. La primera vez que la vi, en el Concurso de La Unión de 2003, era apenas una adolescente. Entonces saludé con alborozo su irrupción en el panorama flamenco, y la ceguera del jurado del Concurso, que no seleccionó a la bailaora para la final. Este verano Rocío Molina llegó a La Unión como primera figura de este arte. Son las hermosas contradicciones del flamenco.
Lo que decía es que Rocío ha pegado un gran estirón en el último año. En sus dos espectáculos anteriores, ‘Entre paredes’ y ‘El eterno retorno’, el concepto no estaba a la altura. Una intérprete sobrada de técnica y de ideas físicas, que sin embargo fallaba en el aspecto conceptual por exceso de intelectualismo, que chocaba, obviamente, con la frescura de su baile. Era así de hecho porque algunos de estos proyectos eran ideas ajenas, y se notaba. Para evitar el naufragio se tomaba a una directora teatral de éxito, a un autor teatral de éxito, a un actor de éxito y a una cantante popular de éxito, ya que era el presupuesto de la administración pública la que respaldaba la idea. Pero no. Lógicamente, con estos elementos, el naufragio no se evitaba sino que era aún más sonoro. Y en esto Rocío se nos vuelve íntima. Se desnuda. Lo vimos primero en Málaga hace unos meses, en el espectáculo ‘Por el decir de la gente’, que ya reseñamos aquí, en que Rocío renunciaba a algunos de los elementos más vistosos de este arte, como la guitarra. Y anoche en la Sala Joaquín Turina de Sevilla, con este ‘Turquesa como el limón’, estrenado el año pasado en el Teatro Pradillo de Madrid. Rocío se nos cuenta ella, nos habla de ella. De ella y de su compañera, Laura Rozalén. El espectáculo las presenta como dos bailaoras opuestas pero complementarias. Laura es la luz, la brisa marina, no el tradicionalismo sino las formas pretéritas puestas al día. La bata de cola como prenda del baile, el trapo, como atuendo, no como hoy, que posee una técnica compleja. No se trata de eso sino de lucir el trapo con la naturalidad del que respira. El estilo de las bailaoras punteras de finales del siglo XIX. Una Macarrona, una Malena, una Pastora Imperio. Es decir, manos, braceo, suaves marcajes, mirada cargada de intenciones y sonrisa. Sonreír en las alegrías, ¿hay cosa más simple, necesaria, gustosa? Y el garrotín, un pequeño monumento, sin pretensiones. Rocío aporta la sombra. De hecho en algún momento apenas entrevemos su figura. El baile frenético, el cuerpo desatado, el torrente, la elocuencia suma. Tan extrema, que deja sin palabras. La facultad para bailar cada sonido, y cada silencio. Cada idea, cada sensación. La facilidad, obviamente dada por las horas de estudio, de decir lo que le place. De decirlo todo, y todo bien. Una superdotada.
También la presencia escénica (ya he dicho que esta muchacha se está haciendo mujer en la escena). Y los apuntes biográficos: Laura habla, en off, en lo que parece ser una entrevista periodística, de Rocío. Y Rocío baila cada una de las palabras, de las sílabas, de las vocales y consonantes, con sus silencios. Y luego a la contra. O viceversa. El cielo y la tierra. La tradición y la creación. El estatismo y el frenesí. Lo receptivo y lo dador. Dos verdades necesarias y complementarias, aunque a veces se produzca algún desajuste, algún roce. Todo cariño tiene su roce, como saben. Rocío actriz, recibiendo al público vestida de azafata, jugando a la adolescente, que es, seductora y tontina. O proponiéndose como joven maestra de este arte. Sin subrayado alguno, con la naturalidad del que respira. En muchos aspectos es la más importante bailaora de hoy. Así es, no me pregunten por qué. Crece tan deprisa que hay que decir que tiene 23 años. La ironía biográfica. Los handicaps a los que todos nos tenemos que enfrentar: en el caso de Rocío bien pocos, ya sea por voluntad personal, ya por la benevolencia de los dioses. O por ambos conceptos. Rocío se ríe de sus handicaps, de sus críticos. Y de sí misma, claro está. Para acabar con una paso a dos con bata de cola y palillos, madera que suena a metal, las ‘Tres morillas de Jaén’, una canción popular, y no fue la única de la noche (también hubo bossa, y copla, boleros, y jotas, hasta flamenco hubo), en la que la melodía está puramente sugerida por la guitarra y los pies de la bailaora, mientras que el cante abre y cierra por trilla. Y el fin de fiesta por retumbante rumba vital. Viva nosotros. El cierre es una escena cotidiana, casi costumbrista, de dos muchachas que se miran al espejo, se disputan el espejo, juegan con el espejo. Y el espejo somos nosotros. El público. Todo ello sin subrayado alguno, con la naturalidad del que respira. |