Texto & fotos: Tamara Marbán Gil
La traslación de la tradicional zambomba jerezana a un escenario capitalino puso fin a la programación anual de la emblemática sala García Lorca -de la Fundación Casa Patas-, que se engalanaba para la ocasión con el cartel de entradas agotadas anunciado semanas atrás.
Espero no errar al decir que la sala celebró tanto como yo esa capacidad genuina de Jerez para llevárselo todo a su terreno y pasar por el filtro histórico cualquier vestigio de humanidad, de ser vivo, por pequeño que sea, y convertir lo solemne en turrón de almendra molida sin azúcar refinado y no perder –al contrario- la ternura ni tampoco –mucho menos- el compás. Y digo la capacidad genuina de Jerez como si la ciudad tuviese por sí misma ese don. Que no es así ya lo sabemos, por eso viene ahora lo puñetero: explicarlo.
Digamos que de la riqueza y diversidad expresivas jerezanas nacen infinitos, poéticos (y redundantes) modos de vertebrar el hilo narrativo del nacimiento, en un portal perfumado de romero, de un ser llamado a salvar. Y los recursos técnicos -vocales, guitarrísticos, líricos- y los sentires, que el resto del año cuentan los sinsabores y desvelos de los mortales, se ubican al servicio de narrar, zambomba mediante, un alumbramiento divino, sus pormenores y sus ramificaciones.
La velada, de casi dos horas –descanso incluido-, se dividió en dos partes: la presentación del cantaor jerezano Pedro Garrido Fernández, Niño de la Fragua, que pisaba por primera vez el Patas y que dirigiría la segunda parte, centrada íntegramente en la Navidad.
A Pedro se le oyó el cansancio, el habitual a esas alturas de diciembre (una ristra larga de conciertos navideños) y acaso la sequedad con que respondía a sus desgarros una sala desconocida le pasaron factura. Madrid es una plaza importante y la García Lorca (que programa desde hace años Antonio Benamargo) es conocida por un nivel de refinamiento y exigencia que no perdona. Abordó con ganas los cantes de la bahía de Cádiz (alegrías, cantiñas y romeras), se recreó en la seguiriya que le es tan propia y que tanto le hizo sufrir; se vino arriba con los fandangos naturales y remató por bulerías. El agotamiento tiene su relato y con él se entregó y quien quiso pudo ver búsqueda de espacio vital y cantaor: el caminito de entender la propia garganta en unas lides insospechadas. Al no sentirse seguro, pagó con dulzura el peaje y no se movió de la cintura clásica que aprendió de Tío Juane, su abuelo. No fue retroceso sino amarre: si el termostato de fuera no calienta, se usa el termómetro propio, las referencias de la infancia, la medida íntima y segura que nos juzga y que nos perdona. Quien estuvo allí lo sabe y quien no lo conocía, volverá.
El acústico a que obliga la sala García Lorca llega al público desenvuelto como un caramelo de autenticidad con limón, pues es ahí donde se ven las costuras; pero es también la rodaja amarga para quien canta a pelo y busca regustarse más allá de la bravura y la potencia, pues siente que no se escucha y que necesita forzar. Acompañado por la guitarra de Juan Manuel Moneo –que realmente acompaña, ve y entiende a quien tiene al lado sin buscar el lucimiento personal-, y las palmas especialmente deliciosas y generosas de José Rubichi y Manuel Tarote: para mí -y ahí va mi ración diaria de juicio-, el secreto de Jerez: el soniquete, el soniquetazo, esa claqueta omnipresente, necesaria, bella y enriquecedora que acaricia y que apuñala. El rubateo a que someten el tempo entre sus manos esos dos es tortilla de maíz en manos nativas. Es caminar sobre césped recién cortado. Es ética del cuidado. Es humedad. Y también lujuria.
Es lo que el de Jerez necesitaba, la esencia misma de la zambomba –credos aparte-, tejer la red del trabajo colectivo, del apoyo mutuo, del llamamiento a la hermandad. Eva de Rubichi, Ana y Coral de los Reyes y Carmen Grilo, conocedoras todas ellas de los matices que nutren la convivencia navideña que convierten Jerez en diciembre en una gran plaza pública y popular, trajeron sus mimbres. Cantaron ‘Nochebuena de Jerez’ (villancico con aire de bulerías compuesto por Juan Manuel Moneo); se marcaron con soltura un popurrí de villancicos tradicionales; el clásico ‘Lirio de los valles’ y fin de fiesta por bulerías con letras navideñas.
Poco dice en sí mismo el repertorio cuando se vio, por ejemplo, que la pandereta en manos de Eva de Rubichi deviene deporte olímpico: traza con ella un círculo de fuego mientras te mira y te pregunta y a ver, ay compañero, con sus ojos negros que interrogan, qué contestas. Que Coral de los Reyes se corona cada vez que levanta los brazos y repliega el cuerpo menudo sobre su propio eje. Una elegancia antigua y vigente, pero también un requiebro rebelde que acaso les enseñó a ella y a su hermana Ana -poderosa y salvaje- cuando chicas, Julián de los Reyes, su padre, fallecido recientemente.
Carmen Grilo resultó ser, a mi entender, la masa madre: su gemido proviene del mismísimo centro de la tierra, aunque ella, que es soberana, lo modula como si no doliera. De ese lugar feroz trae su cante y deambula serena entre las dos orillas. Llevó el fin de fiesta a su máxima expresión y cuanto más abría los brazos salpicados del rojo de su mantón, más se achicaba un escenario ya limitado de por sí.
Al Niño de la Fragua, que dirigía el cuadro, conviene reconocerle el criterio al elegir gargantas y manos (no en vano, organizó la Navidad en el Teatro Villamarta de Jerez en 2016) que resulten representativas de una fiesta abierta y espontánea y su respectiva traslación a un escenario que no le es natural y en el que no cabía nada ni nadie más. Eso sí, se echó en falta Sirva tu cuna, villancico que escribió, específicamente para el de la Fragua, Fernando Terremoto hijo.
Sirva tu cuna para que el mundo se reúna, tal y como solicita el villancico de Terremoto, una letra que no estuvo de facto y que representa tan bien, sin embargo, el espíritu de lo que allí se respiraba y que obligó a arrugar el hocico de emoción incluso a quienes nos remueve diciembre tanto o tan poco como cualquier otro mes del calendario.