Espectáculo: Impulso. Baile: Rocío Molina. Guitarra: Eduardo Trassierra y Yerai Cortés. Cante: José Ángel Carmona e Israel Fernández. Palmas: José Manuel Ramos ‘Oruco’. Lugar: Sala Chicarreros. Ciclo: Jueves Flamencos de Cajasol. Fecha: Miércoles 19 de junio de 2019. Aforo: Lleno.
Sara Arguijo
Rocío Molina es un cuerpo en ebullición. Para ella cada nota de la guitarra, cada quejío de la voz o cada palma a compás es una descarga que la posee, la remueve y la transforma. El impulso que le arrastra a explorar sus propios límites físicos y emocionales hasta el extremo. Por eso, al verla bailar una acaba noqueada, vencida, sintiéndose incapaz de digerir el trance al que la malagueña invita generosamente cada vez que se sube a un escenario.
Pero, si aún no la han visto, no piensen que construye este discurso -o mejor, este diálogo- desde el arrebato, el desgarro o lo grotesco. Rocío Molina obliga al público a reincorporarse en la silla del patio de butacas y a anclar su mirada en sus milimétricos y a veces imperceptibles movimientos porque juega, disfruta y responde justo con lo inesperado. Es decir, al margen de su dominio sobrenatural de la técnica, lo que realmente te lleva a conectar con la artista es su franqueza y honestidad. La manera en que se sobreexpone y te invita a acompañarla en un exorcismo personal que no pretende acabar con ningún demonio, sino liberar los instintos más naturales. Como esa mujer que se queda desnuda para que los demás la miren y la midan, que relata Marta Sanz en Lección de anatomía. Como si su cuerpo fuese el texto en el que se ha escrito su biografía.
De esta forma, en el cierre de la temporada de los Jueves Flamencos de Cajasol, Rocío Molina articuló un sencillo y equilibrado engranaje en el que las palmas rotundas de El Oruco, la voz quejosa de Israel Fernández, el eco luminoso de José Ángel Carmona, la guitarra provocadora e inspiradora de Eduardo Trassierra y la sensibilidad y el mimo que salía de las cuerdas de Yerai Cortés se iban engarzando con soltura. Construyendo entre todos una fluida y dinámica secuencia de contrastes y reflejos con la inspiración como epicentro.
Entretanto, ella, imparable y sin tregua, fue bailando mostrando en cada palo una intencionalidad y una tensión distinta, porque una cosa es zapatear y otra clavar el tacón para pisotear las dudas. Así, dejó sin aliento igual cuando se congeló para bailarle al silencio o movió lentamente las muñecas en un precioso ejercicio de absoluta maestría que cuando se contoneó enigmática y seductora por taranta, se sublevó poderosa por bulerías desde la silla, coqueteó con el bastón por tangos o sentenció por soleá con bata de cola. Asociando con espíritu de forense cada pieza a un músculo, a un órgano, a un hemisferio, a un hueso…
En definitiva, Rocío Molina volvió a demostrar, esta vez sobre un pequeño escenario, lo que ya dejó patente en la inolvidable improvisación de cuatro horas que llevó a cabo en la Bienal de 2016. Que en estos momentos en recursos, plasticidad, dramatismo, creatividad y personalidad está primero ella y después las demás.
Fotografías Remedios Malvarez