Espectáculo: Libertad. Cante: Israel Fernández, Antonio Reyes y Pansequito. Guitarras: Diego del Morao, Dani de Morón y Miguel Salado. Lugar: Auditorio Baluarte de Pamplona. Ciclo: Festival Flamenco On Fire. Fecha: sábado 28 de agosto. Aforo: Lleno.
A menos que sea de los que recurren a las obviedades -mi manera de vivir-, acuden a las afirmaciones categóricas –esto sí, lo otro no-, o se dejan arrastrar por las pasiones –es lo mejor del mundo-, lo lógico es que si a usted le preguntan ¿qué es flamenco?, como plantea este año el Festival Flamenco On Fire, se tome un tiempo y le cueste sacar alguna conclusión digna, razonable y propia. Entre otras cosas porque, como afirma la compañera Silvia Cruz Lapeña, una de las maravillas del flamenco es que cuestiona constantemente y, además, añado, es profundamente exigente. Es decir, aquí, se requiere un espectador proactivo, consciente y cómplice, y al artista no le basta con el conocimiento, el talento, el carisma o el virtuosismo porque, aunque todo sume, no garantiza lo sublime.
Cuento esto porque sirve para explicar lo que vivimos anoche en el Baluarte con Libertad, una apuesta del On Fire que unía en el mismo cartel a tres primeras figuras del cante jondo, Israel Fernández, Antonio Reyes y Pansequito, con tres guitarristas que podrían protagonizar un cartel por sí mismos, como son Diego del Morao, Dani de Morón y Miguel Salado. Nombres de los que se esperaba una noche memorable, de esas que remueven en el asiento y te sacuden el pecho hasta el día siguiente y que, sin embargo, nos dejaron una sensación agridulce que en el flamenco cuesta asimilar. Primero porque no perdonamos lo tibio y después porque preferimos lo épico, o incluso la hecatombe, a lo indiferente.
Sin embargo, alabando que la cita se atreva a programar en su ciclo de Grandes conciertos propuestas fuera del star system al que nos tenían habituados, Libertad se planteó como un recital más propio de un festival de verano que de un espectáculo teatral. Así, el formato de un cantaor tras otro interpretando tres palos cada uno dificultó que los cantaores llegaran a estimularse y se produjera esa fascinación que ansiábamos e impidió la simbiosis entre ellos que únicamente se juntaron en un escueto y frío fin de fiestas por bulerías.
Lejos de saltarse el guion previsto, que como advirtió en su presentación José Manuel Gamboa hubiera sido síntoma de una noche mágica, siguieron un repetitivo programa en el que inexplicablemente todos repitieron palos de sus compañeros de escena. Así, tres cantaores, dos soleares, dos tientos-tangos, dos tarantos, dos fandangos y unas alegrías de Panseco.
Por supuesto, hablamos de tres de los ecos más enduendados del flamenco actual que dejaron momentitos de gloria como esa soleá que Reyes meció y ralentizó con sensibilidad y pellizco; esos tientos-tangos que Israel Fernández, valiente y personal, hizo suyos columpiando el cante para luego meterle fuego; o esos tarantos secos e incisivos que Pansequito interpretó con maestría.
Los mayores vítores se los llevó, eso sí, el cantaor toledano que hace tres años pasaba por el ciclo nocturno de esta misma cita con un aforo de menos del centenar de personas y regresaba ahora como una estrella absoluta desatando la euforia sólo con pisar el escenario. “Rómpelo”, le gritaba un patio de butacas enfervorecido con el artista.
De todas formas, en general, sorprendió la entrega del público, el respeto y los generosos y acertados oles al cante y al toque. Sobre todo, porque confirman que el festival está creando afición y reafirma que hay ganas de escuchar y de disfrutar de este arte. Y, desde luego, esto es lo más importante porque cuando se esperan las noches sublimes llegarán y porque esa búsqueda es también el flamenco.
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