Espectáculo: Una mirada al pasado. Cante: Rancapino Chico. Guitarra: Antonio Higuero y Paquito León. Compás: José Rubichi y Manuel Cantarote. Percusión: Poti Trujillo. Violín: Bernardo Parrilla. Coros: Manuel de la Fragua, Antonia Nogaredo y Antonia Núñez. Ciclo: XXI Bienal de Flamenco. Lugar: Teatro Lope de Vega. Fecha: Domingo, 27 de septiembre. Aforo: Lleno.
Que conste que la decepción se siente cuando existen expectativas. Por eso, cuando escribo estas líneas aún me duele el cabreo y la indignación que siento por la oportunidad que desaprovechó Rancapino Chico este domingo en la Bienal. Por la torpeza con que se presentó en el Lope de Vega con una propuesta incomprensible y de lamentable ejecución que, lejos de consagrarle como principal figura del cante de su generación, evidenció todas sus limitaciones.
Así, lo que tenía de interesante la idea (un homenaje a los grandes cantaores de todas las épocas, desde Manuel Molina a Manuel Torres) y también de valiente y poco prejuiciosa (por la selección al margen de estilos o colores) se quedó en promesa. Entre otras cosas, porque mirar al pasado, como proponía el título, requiere escuchar, estudiar e interiorizar y no basta con echar el ojo al papel de las letras y cantar.
El espectáculo fue un sinsentido imperdonable para un artista de su estirpe, que atesora, además, una garganta privilegiada, un eco de caramelo, un envidiable sentido del compás y un natural carisma. Primero porque la puesta en escena fue tan caótica y poco elegante que las transiciones entre los palos duraban más que el propio cante. Es decir, las entradas y salidas del elenco y del propio Rancapino Chico durante toda la obra llegaron a ser tan molestas que impedía por completo -al público y a él mismo- concentrarse en el recital.
Pero, además, el planteamiento y la elección del repertorio resultó asombrosamente superficial y hortera. No ya por el uso de recursos manidos (¡esa mesa!), la colocación de los artistas al fondo del escenario como si fuera un espectáculo de baile o la repetición de palos (no sé cuántas bulerías y tangos) sino porque todo se veía improvisado, ligero y carente de profundidad. Lo contrario a la emoción jonda.
En este sentido, tuvimos la sensación de estar más en una fiesta de una caseta de feria que en el Lope de Vega o que en una peña, como se habría agradecido. Sólo en ese contexto se entendería elegir unas bulerías para recordar a Mairena, esa versión del Emigrante de Valderrama que sonaba a bachata, la reproducción machacona de los tanguillos Una rosa pa tu pelo de Camarón o esos tangos rumberos que el elenco interpretó durante casi diez minutos de la hora que duró el recital. Lo mejor de la noche es que Rancapino nunca aspiró a simular los registros de los cantaores a los que rindió tributo y, por eso, disfrutamos con la seguiriya de Torre, donde demostró que también desde la dulzura y la contención se puede cantar el desgarro. Lo peor que una mala asesoría, la comodidad o la falta de gusto convirtiera lo que podría haber sido una gran noche en un espectáculo vacío. Más aún cuando el cante de este chiclanero es tan cercano, cálido y actual que pellizca con un susurro.
Debe estar conectado para enviar un comentario.