Texto: Silvia Cruz Lapeña
Fotos: Peter Buitelaar
Rosario la Tremendita & Mohammad Motamedi / Kayhan Kalhor & Erdal Erzincan.
Doble concierto: Flamenco & Oriente
Muziekgebouw aan 't IJ
‘Quejío’ y ‘tahir’
Cómo han crecido en estos cuatros años Mohammad Motamedi y Rosario La Tremendita. Si se miran las fotos de aquella Biennale de 2011 en la que presentaron Qasida, se nota en sus caras. Pero donde más se apreció anoche su crecimiento fue en la sintonía que mostraron entre ellos, en la seguridad con la que se entrelazaron sus voces y sus culturas, en la manera en que resolvieron una propuesta que nada tiene de fácil.
La “reposición” de Qasida sucedió, domo diría Pareja Obregón, en el mismo sitio y a la misma hora que cuatro años atrás. Al Muziekgebouw aan 't IJ le faltó poco para el lleno y aunque costo un poquito calentar al público, en cuanto La Tremendita arrancó por fandangos y Mohammed enredó sus giros de garganta a los de ella, el auditorio se vino abajo. Ese trino que hace Mohammad, ese tahir tan complicado y tan bien hallado, quizás no entronque en ningún punto de su historia con el flamenco, pero no hay duda de que llegó al mundo para enlazarse aunque sólo fuera en citas furtivas y puntuales con un “quejío”.
La petenera fue de milagro, con ese ahogo en la voz que tiene La Tremendita que nunca se sabe si quiere morir o viene a matar. Con las bulerías, hubo entre el público quien quiso arrancarse a bailar. En el suelo de la sala se notaba el retumbar de los pies de muchos fieles, que marcaban sin errar el compás. Increíble el público holandés: atento, escrutador y generoso. Mohammad y Rosario se despidieron por tientos tangos y aunque no hubo bis, el público les aplaudió largo rato y puesto en pie. Se dejaron el corazón y demostraron, contradiciendo a Joaquín Sabina, que al lugar donde se ha sido feliz siempre hay que tratar de volver. El concierto de anoche fue redondo: se vio el resultado de rodar mucho juntos, se habían borrado los balbuceos y las dudas que se les había visto en otras representaciones. Ambos se conocen ya, pero no se aburren. Y sobre todo, no se permiten aburrir ni defraudar al público.
A sus músicos les pasa igual. Estuvieron impecables, discretos, sabiendo como saben que son esas dos voces que acompañan el meollo de Qasida. Ya casi ni se miran para saber qué viene y por dónde tirar. Merecen mención aparte la guitarra de Salvador Gutiérrez y el kamanché de Sina Jahanabadi. Ambos se encargaron de marcar el rumbo con discreción, de guiar a los cantaores sin que se dieran cuenta. Los dedos de Salvador fueron de dulce, y los sacó del segundo plano en las bulerías, donde fueron templados, sedosos, de caramelo.
La segunda parte de una noche dedicada al intercambio, al diálogo entre culturas, la compusieron el virtuoso Kayhan Kalhor con su kamanché y Erdal Erzincan, con su laúd de cuello largo. Ambos pusieron a hablar a sus instrumentos, a sus países y a sus ancestros. No hubo duelo, sino conversación. Una charla sin palabras, que duró casi hora y media, sin descanso y donde hubo gritos y susurros, risas y confesiones entre el iraní y el turco.
La actuación, larguísima, la hicieron de un tirón y una parte del público pasadas las 23,15, hora estimada para acabar el concierto, empezó a abandonar la sala. Algunos lo hicieron por motivos logísticos: empezaban a disminuir las opciones de transporte, pero otros consideraron que una sola pieza de hora y media era demasiado hasta para el más melómano. Con los dedos hicieron los músicos virguerías y la belleza y la complejidad de esa improvisación planificada fue máxima. Se fueron algunos, pero los que se quedaron gozaron hasta el delirio. Ambos recibieron un aplauso fabuloso que al igual que su actuación pareció por momentos que iba a durar para siempre.