Texto: Sara Arguijo
Fotos: Antonio Acedo
Estreno de «Moratana» de Pastora Galván en el Ciclo Septiembre es Flamenco de Sevilla. Torre Don Fadrique Sevilla
Miércoles 9 de septiembre
El espacio invitaba a recorrer callejones árabes perdidos como los que se iban proyectando sobre la imponente Torre de Don Fadrique. La música evocaba la historia de convivencia entre gitanos y moriscos y sus paralelismos en el dolor y en el optimismo. Y la propia Pastora Galván, vehemente, enigmática y poderosa, nos empujaba de la mano por todas las referencias flamenco-andalusí desde los tangos Alquivira de Lole y Manuel –cantados esta vez por su hermana Angelita Montoya– al Dame la Libertad de Juan Peña El Lebrijano, precursor en estas indagaciones y presente en el patio de butacas.
Moratana, por tanto, es un llamativo y ambicioso montaje con todos los ingredientes para resultar efectivo. Con una buena dirección escénica y musical, un elenco artístico de primer nivel y una bailaora que sabe lucir toda la paleta de colores y fundir las raíces de dos culturas ancestrales en un movimiento de cadera sin perder un ápice de su personalidad.
Sin embargo, es cierto que la propuesta no terminó de cuajar. La temática del espectáculo sirvió aquí más para encorsetar el baile de Galván que para darle la libertad en la que ella brilla. Claro que la expectación era máxima y que a esta artista se le exige lo máximo, pero costó seguir el ritmo de la obra y, en ocasiones, echamos de menos poder abstraernos de los elementos circunstanciales para poder dejarnos arrastrar por la profundidad y la fuerza de la desafiante Pastora.
Por supuesto, hubo momentos de enorme belleza como la Zambra de la Alhambra en la que se dejó arrastrar por el penetrante eco de Juan José Amador. El fandango que bailó a golpe de pandereta. El Vito interpretado junto a Rubén Olmo, en el que ambos dieron cuenta de las posibilidades infinitas que encuentra la sevillana en todo lo que huele a folclore. O el negro taranto que fue, sin duda, de lo más flamenco de la noche.
Y Pastora, cómo no, encontró momentos para mover el mantón, curvar su espalda, tocar los palillos o mecer su cuerpo y demostrar la naturalidad artística, la soltura en escena y el atrevimiento que la sitúan como bailaora imprescindible. Pero puede que nos haya acostumbrado a disfrutar tanto de ella que nos cueste ahora aceptarla en otro registro que no sea el de su propio carácter.