Espectáculo: Un cuerpo infinito. Dirección artística, coreografía y baile: Olga Pericet. Dirección escénica: Carlota Ferrer. Asesor de dramaturgia: Roberto Fratini. Coreógrafos invitados: Marco Flores, Rafael Estévez y Valeriano Paños. Dirección musical: Olga Pericet y Marco Flores. Guitarra: Antonia Jiménez. Cante: Inma “La Carbonera” y Miguel Lavi. Trompeta: Jorge Vistel. Percusión: Paco Vega. Cuarteto coral: Elvia Sánchez, Elena Sánchez, Jesús Lara y Mario Méndez. Ciclo: XXI Bienal de Flamenco de Sevilla. Lugar: Teatro Lope de Vega. Fecha: Jueves, 1 de octubre. Aforo: Lleno.
Que Olga Pericet es una de las bailaoras más completas, más pulcras técnicamente y más inquietas de su generación es algo que avala su trayectoria y que demuestra cada vez que mueve su cuerpo con la solidez y la exactitud que le caracteriza. De hecho, le bastó situarse en el centro de la escena y evocar a Carmen Amaya reproduciendo con precisión robótica movimientos repetitivos con los que reflejar la presión que el baile pudo ejercer en la catalana para refrendar en unos minutos el recién recibido Premio Max a la Mejor Intérprete de Danza.
Pero, sin cuestionar su búsqueda sobre el personaje y la perfección geométrica con que trabaja su cuerpo, lo cierto es que Un cuerpo infinito es una propuesta gélida, larga y aburrida. Es decir, salvo en algunos momentos en los que la cordobesa desplegó su frescura (como en los tangos y el garrotín donde los oles le impulsaban las caderas y le llevaban a mover las manos veloces) o se mostró más salvaje (como cuando movió descalza la bata de cola blanca o apareció ya desmelenada y poseída por la mítica bailaora), hubo tantos silencios y ratos muertos que resultaba muy difícil conectar con la historia y con ella.
Desde luego, tampoco acompañó la sobrecargada escenografía y la complicada dramaturgia en la que se abusó de elementos superfluos (esa luna y ese círculo que constantemente subían y bajaban) y de una reiterativa composición en la que encontramos recursos demasiado manidos en la actualidad (como ese círculo frente al que gira todo que hemos visto tanto esta Bienal).
En otras palabras, aun con una factura exquisita, un elenco más que reseñable -destacando la percusión de Paco Vega que llevó en muchos momentos las riendas de la escena creando una enigmática y seductora atmósfera y la guitarra de Antonia Jiménez, que desbordó sensibilidad y cordura-, una protagonista de baile soberbio y original, y algunas ideas interesantes (el foco alumbrando el remate de sus pies, los momentos cómicos, la fusión musical con el trompetista y el coro de voces…), la obra ni se entiende ni emociona. Por su densidad y porque a veces parece estar concebida a espaldas de un público que a veces hubiera querido decir: ¡hola, estamos aquí!
Puede también que la exigencia que requiere la propuesta haya llegado en un momento de la Bienal en el que ya estamos saturados de propuestas similares. Porque si algo ha quedado patente estos días es que el baile flamenco vive un momento de gran excelencia técnica y artística, pero también que la mayoría de los creadores están explorando por el mismo camino. Y que después de ver a Rocío Molina arrastrar la cola de su bata blanca por el suelo perderemos la cuenta de las que nos quedan por ver…
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