Texto: Silvia Cruz Lapeña
Fotos & video: Rafael Manjavacas
El madrileño presentó en Pamplona un cuadro en el que el cante superó al baile gracias a las voces de Enrique el Extremeño, Rubio de Pruna y la pincelada que se marcó el propio bailaor.
Especial IV Festival Flamenco on Fire 2017 – Toda la información
José Maya vive en París, ciudad donde baila y pinta y de donde vuelve de vez en cuando para actuar en algún tablao o presentar espectáculo. El último fue “Latente”, en la Suma Flamenca de Madrid de 2014, donde le tocó El Perla, que tan bien le sienta, y le cantó, entre otros, Tía Juana la del Pipa. Maya siempre ha mostrado buen gusto eligiendo acompañantes. Al Festival Flamenco On Fire se trajo a Enrique el Extremeño, con quien se sintió muy cómodo. También estuvo Rubio de Pruna, que puso la calidad y la entrega y casi se le come el show entero. (Apunte para programadores de fuera de Andalucía: queremos escuchar a Rubio en todas partes.)
A lo que ofreció el bailaor en el Hotel Tres Reyes de Pamplona le faltó cochura y sólo pudieron atisbarse, como un reflejo, sus puntos fuertes. Mostró pierna arrebatada, giros y golpes de cabeza por bulerías que ejecuta muy bien y tanto gustan a quienes se acercan a lo jondo para hacer un aperitivo pero cansan un poquito a la afición.
A Maya le favorece el escenario grande, por su físico, por sus andares, por su forma de mirar, por eso la tarima del Hotel Tres Reyes se quedó chica para el artista que pinta, escribe y piensa. Se le vio alguna sutileza por soleá, cuando usó el largo de su pierna para exhibir su planta y mostrar de lo que es capaz de cintura para arriba, pero no fue suficiente. El espectáculo, poco hilvanado, tuvo demasiados solos para tan pocos minutos: de guitarra, de cante e incluso de percusión y eso dejó la sensación de que José bailó poco.
Fue al final cuando se le vio ligar su salsa y mostrar lo que hace especial su baile. José brilla en los momentos en que se abstrae y se enamora del que canta porque es entonces cuando deja de golpear el suelo para mimarlo; cuando manda su cadera, no su pie; cuando dobla las costillas y se las acaricia; cuando con las manos anuncia lo que tiene en la cabeza. Pero esa faceta sensible y creativa se le vio sólo al final, cuando usó la envergadura de sus brazos para inventar alguna filigrana o cuando se arrancó a cantar y se convirtió en miel. Después se fue, caminando, a oscuras y en silencio con el cuerpo, el corazón y el alma a una temperatura tan perfecta, que algunas deseamos que el espectáculo comenzara en ese instante.
El público en la sala le dio su aplauso, muchos en pie, y él sonrió complacido y dijo “merci, beaucoup”.
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