Espectáculo: Rúbrica. Cante: María Terremoto. Piano: Pedro Ricardo Miño. Percusión: Paco Vega. Coros: Makarines. Palmas: Juan Diego Valencia y Manuel Valencia. Colaboración especial: Coro del Ateneo de Sevilla. Artista invitada: Anabel Valencia. Lugar: Cartuja Cite Center. Fecha: Martes, 13 de septiembre. Ciclo: Bienal de Flamenco.
Que María Terremoto es una “bicha”, como le gritaron desde el patio de butacas, lo supimos desde que se presentó en la Bienal con sólo 16 años entregándose en un soberbio recital en San Luis de Los Franceses que le valió el Giraldillo Revelación. Que, desde entonces, se ha ido buscando con distintas propuestas en las que ha puesto prueba su versatilidad y sus limitaciones lo hemos comprobado también en ésta y otras citas jondas.
En esta línea, agradecemos la valentía de la jerezana para enfrentarse a esta Rúbrica y poner su cante al servicio del magistral, veloz y flamenquísimo piano de Pedro Ricardo Miño, con un repertorio renovado y difícil que recupera palos exigentes y poco vistos en los programas actuales, como la mariana, la serrana, la petenera o las galeras.
La cuestión es que a la complejidad de cantar sin el asidero del compás de la guitarra, a la cantaora se le sumaron los nervios y una evidente carencia a la hora de masticar y mecer cada cante como merece. Así, la artista arrancó desarbolada por malagueña y le costó controlar los tonos, los volúmenes y los tiempos en casi todo el espectáculo. De hecho, a pesar del poderío, la garra y el carisma con los que suplió las trabas técnicas, nos costó entregarnos a su discurso (con influencias de Pastora en las letras y de Estrella Morente en el imaginario) porque se sostenía en la trampa efectista de llevar su eco al extremo.
En este sentido, echamos de menos a una María Terremoto más templada, en lo vocal y en lo escénico (donde percibimos demasiado trasiego y algún que otro tic como el de agarrarse constantemente el micro). Igual que hubiéramos querido disfrutar de su voz con la naturalidad y sinceridad que lo hizo en el tema Luz en los balcones, que dedicó emocionada a su padre para cerrar la noche acompañándose ella misma al piano.
Es verdad que la sensibilidad y el colorista brillo que sacaba de las notas del instrumento Miño, ovacionado por el público en innumerables ocasiones, le ayudó más de una vez a calmarla, como pasó en la farruca. Que en cuanto ganaba en seguridad crecía y se mostraba invencible, tal y como pasó en las alegrías que interpretó ya sentada arropada por un magnífico atrás cuyas palmas y compases sonaban a gloria y la llevaban en volandas. Y que, cuando se relaja, es una fiera, como desveló en ese dueto brutal que protagonizó junto a una rompedora y desafiante Anabel Valencia por galeras.
Claro que el exceso de decibelios, de eco y de revolucionesque suele acompañar sus conciertos tampoco invitó a la mesura, ni la forma acancionada o coplera con que abordó los cantes a conectar con lo profundo. Tampoco lo hizo el apuro con el que remató algunos tercios o la vacilación con la que manejaba los bajos. Puede que ahí, en el control de su potencial y de la respiración (y de esa tos) y en la búsqueda de sus colores y matices esté precisamente su nuevo reto. Sobre todo porque enriquecerá su arte y la llevará a cantar no ya desde lo punzante sino desde la herida. Aún así, en el arte preferimos siempre el riesgo al abandono. Esto último sí que sería imperdonable a sus años.