Espectáculo: Paraíso de los negros. Baile: María Pagés. Música: Rubén Levaniegos, David Moñiz, Sergio Menem y María Pagés. Cante: Ana Ramón y Sara García. Guitarra: Rubén Levaniegos. Percusión: Chema Uriarte. Lugar: Teatro Villamarta. XXV Festival de Jerez. Fecha: Jueves, 20 de mayo. Aforo: El permitido.
“La negritud como eco filosófico” pone en el libreto de mano que introduce el Paraíso de los negros, la obra que María Pagés estrenaba este jueves en el Festival de Jerez y que, según añade el texto, “narra la tensión que generan los límites, las limitaciones, las fronteras y las amenazas y acorralamientos reales y simbólicos y su consecuente violencia sobre la conciencia humana”. Una suerte de discurso escenificado en el que la artista, reconocida por su compromiso y su militancia ética y estética con la danza, “toma como savia propia la tensión entre los principios de libertad y autoridad que atraviesan a Poeta en Nueva York de Federico García Lorca, la esencia de los opuestos que destila la obra homónima de Carl Van Vechten, la filosofía telúrica de la negritud de Leopold Sedar Senghor y la reivindicación del deseo negro de Nina Simone”.
Claro que más allá de las referencias y simbologías, más o menos evidentes, lo que propone aquí la artista es un viaje oscuro, denso y plomizo que sumerge y arrastra al espectador hacia una oscuridad innecesaria. Aquí Pagés se aleja de las bellísimas estampas y coreografías grupales a las que nos tiene acostumbrados para abanderar sola, en su sobriedad, un relato en el que el texto pesa más que el propio baile, llegando a saturar por lo panfletario. “El dolor toma la palabra”, cantan en un momento dado.
Es decir, a pesar de la pulcritud de la propuesta y de la expresividad que proyectan sus movimientos (sus manos son legado de la danza contemporánea) la obra resulta tremendamente tediosa porque el mensaje no se entiende y porque no conseguimos conectar con esa pretendida reflexión que proponía la artista.
De hecho, al margen de su contundente zapateado con el bastón o de la pieza en la que se iluminaron sus manos para tocar las castañuelas, lo que vimos (si es que se podía ver algo entre tanta iluminación en penumbra) es a una María Pagés entre tinieblas, la silueta y la sombra de una bailaora que parecía tener más ganas de narrar que de deleitarnos con su baile.