Espectáculo: Sota, caballo y reina, jondismo actual. Baile: Marco Flores, Claudia Cruz y Marina Valiente. Cante: El Quini de Jerez, Manuel de la Nina y Enrique ‘Remache’. Guitarra: José Tomás Jiménez y Francis Gómez. Artista invitado: José Valencia. Fecha: Lunes 27 de febrero. Lugar: Teatro Villamarta. Festival de Jerez. Aforo: Lleno.
Especial Festival de Jerez – Galería fotográfica
Que Marco Flores es uno de los bailaores y coreógrafos más completos, creativos y naturales de la escena flamenca actual es incuestionable. Esto como ponían en la cartilla de la mili para darte el aprobado en cuanto al valor que se te estimaba frente a un conflicto no existente: Se le supone, me contaba José Quevedo El Bolita tras la reparadora y estimulante actuación que dio con El Londro, Paquito González y Pablo Martín Caminero en las Bodegas.
Es decir, en un festival de Jerez y en un Villamarta, partimos de un nivel de exigencia y, en el caso de Flores, incluso de unas expectativas determinadas por su sólida trayectoria, en la que nos ha dejado interesantísimas propuestas.
A partir de ahí, Sota, caballo y reina se presenta como un espectáculo abigarrado, cargado de ideas y referencias que aportan poco o nada y complican un mensaje incomprensible, tedioso y deshilvanado. Así, con el popular Concurso de Cante Jondo de 1922 como inspiración y en un intento de “retratar poéticamente el encuadre sociocultural de aquella época y conectarlo con la actualidad”, el artista recrea escenas que acuden a todo ese imaginario, recuerda a muchos de sus protagonistas (Lorca, Falla, Zuloaga, El Tenazas, Caracol…) y apunta a una revisión crítica de nuestra propia historia (como en el original pregón de los desastres de Alfonso XIII). “Me parece absurdo que el arte pueda desligarse de la vida social, cuando no es otra cosa que la interpretación de una fase de la vida por parte de un temperamento sensible”, proyecta sobre el telón el propio Flores recogiendo las palabras del poeta granadino.
Sin embargo, todo eso aparece enrevesado, convirtiéndose en una sucesión de piezas que no mantienen ni el ritmo ni el discurso. De hecho, ya en las suites del largo y poco enjundioso inicio nos cuesta saber hacia dónde quiere llevarnos Flores.
Además, la concepción coral de la obra contribuye aún más al desconcierto. Primero por el dispar concepto estético y coreográfico de las bailaoras (Claudia Cruz mucho más precisa y generosa que Marina Valiente, a la que vimos a ratos brusca y descentrada) y segundo por un cuadro de cantaores con demasiado protagonismo que se encargó de estropear la intención de las escenas más solemnes con jaleos desorbitados y risas inoportunas.
Entre tanto, nos quedamos con ganas de ver bailar más al gaditano que sólo intervino solo en el homenaje a las guitarras de Ramón Montoya, Niño Ricardo y Andrés Segovia, y en las bulerías finales, con las que desplegó su gracia, originalidad y maestría y con las que quisimos comérnoslo con papas.
Habrá, por supuesto, a quien le baste esos instantes de genialidad del intérprete para justificar las casi dos horas. Eso y el empaque que le dio José Valencia con su cante soberbio y motivador que tanto echamos de menos en el baile y que nos dejó momentos mágicos como las seguiriyas de Cruz (aunque tampoco entendiéramos que se pusiera a cantar por soleá a modo de recital y delante del telón como intervalo de un espectáculo con un hilo argumental tan acentuado). Pero otros nos sentimos perdidos y pensamos que esta vez el contexto ha podido con el temperamento, del que hablaba Lorca.
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