En un momento del recital Lole recordó nostálgica aquella Triana perdida en la que el flamenco se vivía en la calle y a nosotros, en Flamenquería, nos bastó cerrar los ojos para sentirnos parte de esas reuniones improvisadas y escucharla a ella allí, de niña, con esa voz fresca e inocente que aún mantiene intacta.
Es extraño porque tenemos delante a una leyenda viva de la historia del flamenco reciente y al mismo tiempo creemos descubrir una cantaora nueva, atemporal, de la que nos resultaría imposible aventurar su edad. Como si nada hubiera logrado perturbar su eco a lo largo de estas décadas. Como si todavía no fuese consciente del talento que atesora, o más bien, como si eso tampoco le importase.
Así, en la intimidad que ofrece este ciclo, a la luz de las velas, sin micros y entre sus vecinos, la cantaora repasó todos sus éxitos, que son himnos, arropada por la guitarra sensible, generosa y cálida de Joselito Acedo que la acompañó al ralentí, atento a cada uno de sus respiros, sus silencios y sus estallidos, con los acordes esenciales. Con la sonanta del mismo Manuel Molina entre las manos, el guitarrista ofreció un toque delicado, fraternal y cómplice que hacía crecer el cante libre, contenido y espiritual de Lole Montoya.
Más que un recital lo de este viernes fue una plegaria, una invocación serena a lo que nos hace vulnerables. Desde la melancolía al fulgor. Meciendo palabras que hacen soñar con un mundo más justo. Navegar por ese río de mi Sevilla y oler el romero en flor. Liberar a la mariposa blanca. Pensar por un instante que todo es de color.
Ciclo Íntimos de Triana – Flamenquería
Fotografías: Rodrigo González