Texto: Sara Arguijo
La Velá de Santiago y Santa Ana pone de manifiesto las carencias de un barrio, cuna del flamenco, que vive hoy anclado en la nostalgia de lo que pudo haber sido.
Triana de los recuerdos
Como a la Cenicienta del cuento, a Triana se le apagó a medianoche de este domingo la magia que ha llenado el barrio de luz durante la intensa semana de su legendaria Velá de Santiago y Santa Ana. Fuegos artificiales que obligaban a los trianeros a decir adiós a una de las fiestas populares más antiguas de España que, sin embargo, se mueve cada vez más entre la melancolía y el recuerdo por lo que ya no es y por los que ya no están. Porque lo cierto es que por muchos puestecitos de avellanas, calentitos, buñuelos y faroles sobre el río, que refieren las sevillanas de Triana -y olé-, a este territorio independiente y acostumbrado a la lucha le duele profundamente saber que mientras se promociona la marca, -entrañas- se hace poco por dignificar su pasado y reconstruir su esencia. “¿Qué está pasando Matilde (Coral)?”, que preguntaba triste el rapero Junior en su pregón de este a la bailaora como si ésta, con su sabiduría, hubiese encerrado en su moño las claves para dar respuestas.
En cierto modo, y a pesar de la revitalización que se ha llevado a cabo en los últimos años con la peatonalización de San Jacinto, la puesta en valor del Paseo de la O, la apertura del Castillo de San Jorge, la creación del Centro de Cerámica… la idiosincrasia de entorno de postal parece haberse quedado atrapada en uno de esos minis televisores de souvenir que a golpe de clic ofrecían imágenes de belleza inverosímil. Y no, no es que sus calles hayan perdido el encanto del legado que atesoran. Ni tampoco es que la pureza haya desaparecido en sus gentes. Sólo que ahora ya no Todo es de color y Triana necesita de un guía espiritual que devuelva al barrio las ganas de reunirse al compás. Más aún ahora que la pérdida de Manuel Molina, uno de los homenajeados de los actos de la Velá y de los más recordados por los vecinos estos días, ha dejado al distrito huérfano de verdades.
Es decir, basta cruzar el puente y pararse en el Altozano para imaginar por qué Triana fue cuna creadora del cante y el baile más cabal. Inmiscuirse entre el público que llenaba el concierto que ofreció el jueves Pedro Cintas junto a Manuel Pajares y Fernando Caballo, para percibir que la afición sigue viva. Echar un ratito en uno de sus bares para comprobar que la espontaneidad y la generosidad con la que se mueve aquí lo jondo se mantienen intactas. Arrevolver una esquina para entender que las palabras del pregonero -El flamenco es nuestro. Faro universal- arrancaran aplausos.
Puede, claro, que como refleja Ricardo Pachón en el galardonado documental Triana Pura y Pura no se vuelvan a repetir las reuniones de los gitanos de la cava en los corrales de vecinos. Ya no está el Titi ni Pepa La Calzona, El Pati, El Filigrana, El Herejías, El Farruco… para dar juntos lecciones magistrales de tangos y bulerías como lo hicieron en la última gran fiesta que ofrecieron en el 83 en el Teatro Lope de Vega y que recoge Pachón en el filme en lo que se convierte en una oda a la alegría. Probablemente, sea más que complicado escuchar tonás tras las ventanas como cuenta Rosario La Tremendita en Mi flamenco place que hacía su bisabuela Enriqueta la Pescaera. Difícilmente una boda contará con artistas como Pastora Imperio, la Niña de los Peines, Antonio Mairena o Tomás Pavón en una misma lista de invitados, como recuerda la cantaora Esperanza Fernández en la citada plataforma que sucedió en la de sus abuelos.
Pero en Triana se sigue cantando y bailando distinto y muy bien. Las academias y los pocos puntos de encuentro con los que cuenta se llenan de todo tipo de público deseoso de aprender, enseñar y compartir el flamenco. Y, desde luego, aún quedan muchos artistas de todas las edades más o menos reconocidos que representan la personalidad creadora trianera y pueden regalar momentos maravillosos.
Habrá que pensar cómo canalizar esto. Impedir que su Velá convierta la calle Betis en un nocturno macro botellón que se mueve al ritmo de reggaeton bajo la atenta mirada de decenas de policías. Evitar que Triana ensucie su nombre de un flamenquito de rumbas machaconas que para nada representa lo que narra su pasado y que ni siquiera convence al turista. Y, sobre todo, habrá que reivindicar un modo de vida que siempre ha sabido utilizar la música como vehículo para aplastar la tristeza y remendar errores.
Si el urbanismo especulativo acabó a mediados del siglo pasado con la estirpe indomable que convirtió a esta orilla del Guadalquivir en el centro universal del flamenco, no permitamos que la apatía deje ahora a Triana anclada en la nostalgia.