Espectáculo: Alma. Baile: Joaquín Grilo. Artistas invitados: Luis el Zambo y Diego del Morao. Guitarra: Francis Gómez y Carlos Grilo. Cante: Manuel Tañé y El Londro. Palmas: Carlos Grilo, Diego Montoya y Manuel Cantarote. Colaboración especial: Planeta Jondo. Lugar: Teatro Villamarta. XXV Festival de Jerez. Fecha: Sábado, 8 de mayo. Aforo: El permitido.
En Jerez nadie gritó libertad ni proclamó consigna alguna cuando este sábado el reloj pasó de las 23 horas y el camarero del bar La Manzanilla seguía sirviendo morenitas y montaditos de melva con morrón a clientes eufóricos que preferían brindar por el pedazo de espectáculo que ofreció Joaquín Grilo en su tierra.
Como digo, en este rincón del Sur, que no ofrece oportunidades, pero imparte a diario masterclass gratuitas para ponerle compás a la adversidad, entienden que ser libre es una decisión personal que se ejerce y no un privilegio que otra u otro te concede. Por eso se celebran otras cosas, como el arte o la valentía. Justo lo que el bailaor jerezano desplegó en el Villamarta.
En su elección de mantenerse al margen de las tendencias estéticas actuales y de los mercados, en la firmeza con que defiende su concepto de flamenco y en su rareza, encontramos a un bailaor seductor, personal y provocador que gusta (y se gusta) cada vez más en un estandarizado panorama jondo, ciertamente aburrido.
Es decir, El Grilo se presenta como un rara avis del baile flamenco (sobre todo masculino) porque no se parece a nadie (aunque recuerde a Canales, a todos los viejos de Jerez juntos y hasta a Carrete de Málaga). Por su naturalidad y la soltura con que juega con el público y se ríe de sí mismo. Por cómo sorprende en cada remate y busca el gesto inesperado que obliga a mirarle siempre. Por cómo maneja el compás y el soniquete que encierra su cuerpo. Por cómo mueve esas manos y la cadencia de sus caderas. Por cómo hace parecer viejo lo contemporáneo y nuevo lo añejo.
Pera, además, Alma, sin duda su mejor propuesta en años, es una obra seria, convincente y atractiva, que mantiene el ritmo escénico y el interés usando como hilo conductor su baile, guiado por las voces y la música de un elenco inmejorable en el que la robustez de Luis el Zambo y la guitarra palpitante de Diego del Morao se engarzaron sin anclajes. También por una iluminación (barroca pero efectiva) que actuó casi como un personaje.
Así, el jerezano fue metiéndose al teatro en el bolsillo con un exquisito ejercicio de funambulismo en el que, por farruca, caña, soleares, tientos-tangos o bulerías, supo controlar el tempo para recrearse y ralentizar la euforia. En este sentido, pudo incluso contener los oles hasta que los espectadores se desataron en un mágico fin de fiesta que debería formar parte del legado patrimonial jondo y que nadie quería que acabase nunca. Entre otras cosas, porque en cada pataíta parecía encarnarse en un bailaor distinto y porque aquí está la síntesis de lo que su baile representa. ¡Qué alegría! ¡Qué bien! ¡Qué felicidad! eran algunas exclamaciones que se oían a la salida. Ya saben, el subidón que da la vida flamenca a la jerezana.