Teatro Villamarta – 1 de marzo 2025 – Festival de Jerez
Fotos: Ana Palma, galería fotográfica & vídeo
Admito que, a pesar de haber caído con algún ex novio, no me gusta volver a los sitios donde fui feliz, que dice la canción. Por exceso de protección o de melancolía prefiero siempre conservar impoluta la emoción de la primera vez que correr el riesgo de contagiar el recuerdo con una mirada más fría o perezosa. Por eso, no suelo releer libros ni ver películas dos veces y acudía este sábado con reservas al Villamarta, temerosa de que una segunda revisión pudiera alterar el zarandeo que me produjo en la Bienal de Flamenco de Sevilla el Muerta de amor de Manuel Liñán, uno de los espectáculos que más he disfrutado en los últimos años.
Menos mal que el arte está también para quitarnos miedos y enseñarnos que la belleza no sólo no caduca, sino que se nutre de los ojos que la miran, por lo que ofrece siempre una experiencia distinta y única.
Con las entradas agotadas en apenas cinco minutos, decenas de rostros conocidos de artistas y aficionados que venían exclusivamente para verlo, y un teatro nervioso y entusiasmado que se desató en aplausos antes incluso de que se abriera el telón, era imposible no dejarse llevar por la euforia y volver a sentir el hormigueo en el estómago y el dolor de pecho.
Muerta de amor es una obra vitalista, vertiginosa, divertida, provocadora, sincera y extremadamente humana que tiene tantas capas como la propia vida y tantas lecturas como públicos. Como ya ha demostrado en sus anteriores éxitos, el creador granadino tiene la habilidad de construir desde el flamenco relatos que integran al espectador. Es decir, no es necesario conocer los palos, saber de técnica o haberse informado del argumento para vibrar con el extraordinario talento del elenco, disfrutar de la música y la riqueza del lenguaje escénico y coreográfico y compartir una historia tan personal como universal.
Aquí Liñán abre su catálogo emocional para exponer sus triunfos y fracasos amorosos. Las relaciones apasionadas, las platónicas, las tóxicas, las inesperadas, las secretas, las vitamina, las inevitables, las tormentosas, las ciegas… Todas tienen una copla a cuyo imaginario sonoro y estético acude el artista para zarandearnos. Recordándonos que, pese al riesgo, hay que estar dispuesto amar y que reconocer la necesidad de sentirnos queridos es liberador.
Entre la excitación y la vulnerabilidad Liñán va mostrando sus miserias y alegrías manteniendo un ritmo trepidante que no deja tregua. No por lo acelerado sino por lo intenso, por la conmoción que nos produce vernos reflejados en el dolor y en la dicha del amor.
La música (magistralmente interpretada por la guitarra de Fran Vinuesa, el violín de Víctor Guadiana, la percusión de Javier Teruel), los silencios, los jadeos y la respiración ahogada de los bailaores, la impecable voz de Juan de la María y la arrebatadora Mara Rey, que regala momentos inolvidables, y las letras precisas que hablan de lo que nadie sabe conviven con unas coreografías trabajadas al milímetro que compactan en un todo coherente, original y profundo. De ahí los continuos oles y vítores de un público sobresaltado que no podía parar de aplaudir esta asombrosa maravilla.
Mostrando su generosidad y agudeza creativa, Manuel Liñán fabrica para cada miembro del elenco –José Maldonado, Juan Tomas de la Molía, Miguel Heredia, José Ángel Capel, David Acero, Alberto Sellés- una pieza de orfebrería que engrandece y hace brillar las cualidades personales de cada uno y, a su vez, le sirve a él para expresar los distintos roles que ha asumido con sus parejas. Desde el humor, el erotismo, la nostalgia, el arrepentimiento, la pena o el perdón.
Podría detenerme en contar lo que vemos y lo que crea Liñán con apenas unos micros, pero prefiero que se dejen arrastrar por esta apasionante invitación al placer que ahora sé que tendría que poder verse como mínimo una vez al mes.