Nueva York, animada por el quejío flamenco que resuena en sus teatros y salas con motivo del Flamenco Festival, parece haberse contagiado de la primavera andaluza y luce hoy un cielo radiante y un sol impropio de la ciudad en estas fechas. A ratos, si no fuera porque las calles huelen a marihuana en vez de a azahar y porque la cerveza de camino al concierto cuesta más de ocho dólares, siento que me muevo por un lugar cercano y hasta me parece que las sirenas de las ambulancias y los sonidos de claxon que ponen banda sonora al paseo empiezan a cogerse el compás.
En este trance, pienso en eso que expone José Manuel Gamboa en De cómo Nueva York le mangó a París la idea moderna de flamenco y cómo este homenaje a Paco de Lucía que rinde en su 23 edición la cita jonda americana es una forma de dar las gracias a la Gran Manzana por darle un sitio a la guitarra flamenca de concierto que no se le daba (¿se le da ahora?) en nuestro país. Una forma perfecta de cerrar el círculo porque, como explica Gamboa, fue desde la city desde donde Carlos Montoya, Vicente Gómez, Sabicas o Mario Escudero asentaron un nuevo concepto de guitarra que asumieron después Serranito, Paco o Manolo Sanlúcar. Pese a que su nombre, el de guitarra española, sea siempre una “Spanish guitar in everywhere”, como apuntaba entre risas Miguel Marín al público entregado que llenó las casi 300 butacas del Merkin Hall, en el Kaufman Music Center, para recibir a Israel Fernández y Diego del Morao.
Al escuchar los efusivos aplausos y ovaciones que desatan estos artistas a este lado del charco, me pregunto si sería este entusiasmo el que produciría la bailaora Carmencita cuando en el siglo XIX arrastraba masas y ponía a rebosar el Madison Square y decido entonces dejarme contagiar por el fervor. No para encontrar una respuesta a por qué lo jondo desata pasiones en el mundo entero (sorprendería más que no lo hiciera) sino para comprender que la capacidad de disfrutar de este arte tiene mucho que ver con la posibilidad de recibirlo libremente, sin esa mirada inquisidora y prejuiciosa que nos colocamos por allí. La que les permite saltarse la liturgia que nosotros le otorgamos al cante y silbar y gritar yeah después de cualquier letra o falseta, aunque sea en medio de unas seguiriyas.
En este sentido, estos dos gypsies pisaron el escenario con el ánimo de los espectadores completamente a favor (-que no la iluminación que, como bien bromeó Morao, parecía más la del dentista-). Porque, en realidad, el interés no estaba tanto en que los artistas tuvieran una buena noche sino en la seducción que produce lo que ambos representan y en la necesidad palpable de impregnarse de un arte que promete autenticidad y sinceridad sin artificios en un entorno donde todo está pensado para take away. “Vengo a cantar con el corazón, sin guardarme nada. Todo lo que está saliendo es de inspiración, no hemos ensayado”, contaba el cantaor en español –“¿me entendéis?”- antes de tirar los folios con el repertorio entre oles.
Claro que, entrando en jondura, con Israel Fernández, probablemente el cantaor actual que más gusta a los no flamencos, pasó en Nueva York lo mismo que en los conciertos que le hemos visto otras veces. La ilusión que produce y sus destellos se desvanecen pronto porque su cante se sostiene en ese pellizco que cada vez exagera más y es más chillón y que utiliza igual sea cual sea el palo. Por eso, su recital resulta plano y a los pocos minutos tenemos la sensación de que ya lo ha dicho todo.
Es decir, la frescura, la excelente afinación y las referencias que desvela su cante (además de la renovación que le agradecemos en las letras) no logran sostener el interés ni emocionar en lo profundo porque le falta calidez y matices. De modulación, de intención y de peso. Sentimos, por tanto, que cabalga por los tercios sin pisarlos, como si se doliera igual por soleá que por seguiriyas, tientos o fandangos. E intuimos que el público le acompaña feliz ahí esperando llegar a un estado que no aparece.
Así, las riendas caen en el carácter, el cuerpo, el vigor y el virtuosismo de Diego del Morao al que no dejaron ni un momento de decirle piropos, desde ¡Maestro! a ¡Guapo!, por citar algunos. Una vez más, el guitarrista, al que encontramos más sutil, maduro y rico en recursos que nunca, volvió a vislumbrarse como el triunfador precisamente porque es él quien imprime al concierto la creatividad, el riesgo y la energía, además de un soniquete que nos llevó en volandas en los tangos y bulerías. Dos momentos, por cierto, en los que Israel brilló más acordándose de Pastora y su Cielito lindo, Los cuatro muleros de Lorca o el Yo te lo digo cantando de El Luis y desplegando sus trabalenguas y el desparpajo que tan bien maneja. Como imaginan, a la salida sólo se veían caras de felicidad y alegría. Yo me estoy limpiando las gafas.
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