Cante: Inés Bacán. Guitarra: Antonio Moya. Ciclo: Íntimos de Triana. Lugar: Flamenquería. Fecha: Viernes 7 de febrero. Aforo: Lleno
La voz de Inés Bacán envuelve y abriga. Su cante sereno, concienzudamente lento y profundo es como la caricia materna que alivia el mayor de los dolores. Una parada necesaria entre tanto ruido, tanto frenesí y tanto grito.
Por eso, como se comentaba a la salida, a una le dan ganas de acurrucarse en su pecho y dejarse envolver por la ternura y el afecto con que aborda cada palo. Como si, de algún modo, la Bacán fuera capaz de amamantarnos con su cante, trasportarnos a la niñez y recordarnos lo vulnerable que éramos entonces y que seguimos siendo.
Ella misma parece estar ahí cuando se sienta en la silla, cierra sus ojos y cruza sus manos. Jugando en alguna plazuela mientras encadena letras, compases y palos, con la misma facilidad y sencillez con que se canta al coro de la patata.
Es decir, esta lebrijana emociona porque sentimos que no está ahí para impresionarnos. Que no pretende ser nada que no es y que lo que entrega sobre las tablas es todo lo que hay. Sus experiencias y su vida. Que no es poco.
Así, en la intimidad que ofrece este ciclo, su eco lastimero y cálido parecía multiplicarse y nos hizo sentirnos como en casa. Con la seguridad que da lo conocido y el sosiego que se siente al volver al hogar, a la mesa camilla. Es verdad que en el arranque por tientos, bamberas y alegrías le costó más encontrarse. Pero la guitarra cómplice y curtida de Antonio Moya le fue dando aplomo y con los fandangos fue encontrando su sitio y expandiéndose. A partir de ahí una nana que dejó al público sin habla (¡no hay mejor voz flamenca para este cante!) y las soleares que afrontó con tantas ganas. La seguiriya fue una joya por lo quejosa, por lo frágil, por lo sentida. Y el fin de bulerías y romances, una lección de naturalidad.