«Impulso» Rocío Molina y Cabo San Roque

Rocío Molina - Impulso

Rocío Molina - Impulso

Texto: Silvia Cruz Lapeña

Ciclo Oh! Poéticas de la ilusión en el Mercat de les Flors
4 de enero de 2016

Laboratorio con alma

La bailaora Rocío Molina presenta su primera colaboración con los músicos de Cabo San Roque en el Mercat de les Flors de Barcelona.

Foto: Facebook de Rocío Molina

No falta mucho para Reyes y hay algunos niños en la sala. Lo que van a ver aún no es un espectáculo, o al menos así reza el programa de Impulso, una propuesta de la bailaora Rocío Molina en colaboración con los músicos de Cabo San Roque. Se trata de un primer acercamiento a lo que será un show completo y quizás por eso no hay detalles sobre la historia que cuenta. En la coreografía, sin embargo, se entrevé un relato, uno inspirado en la ciencia romántica de finales del XVIII y principios del XIX que tan bien retrató Richard Holmes en La edad de los prodigios, años en los que los humanos montaron en globo y descubrieron planetas. 

Parte de esa ambientación es obra de Laia Torrents y Roger Aixut, miembros de Cabo San Roque. En 2015, esta formación sorprendió a quienes no los conocían con “La cobla patafísica. 2015-2001”, una exposición en el Ars Santa Mònica en la que mostraron todos sus monstruos: 20 instrumentos y 30 máquinas sonoras. Allí había cráneos de vacas usados como cajas de resonancia y manos de muñeca rasgando cuerdas. Esa especie de laboratorio atrajo a la malagueña a unirse a ellos para montar un espectáculo en el que la bailaora consigue emocionar desde el primer movimiento. 
Los ingenios de Torrents y Aixut hacen música para que una Molina autómata arranque el baile. La malagueña empieza siendo máquina y se va convirtiendo en bailarina para acabar siendo bailaora. Qué suerte tienen algunos que dicen bailar ortodoxo de que esta señora no se dedique a lo más clásico: dejaría sin trabajo a más de cuatro. Silencio expectante entre el público, donde adultos y críos asisten a una historia universal y también romántica: una muñeca que se vuelve humana, una especie de Pinocho que a fuerza de bailar ablanda sus bisagras y las vuelve carne. 

 

En esa especie de cuento fraguado con sudor y artilugios, Molina demuestra su nivel técnico, su capacidad para inventar y el dominio que tiene del compás flamenco. Los ingenios de Cabo San Roque, originales, acertados y entrados a tiempo, acompañan a una artista que hace la mayor parte del trabajo sola, pues es mucho el rato que Rocío pasa bailando a palo seco, sin voces, sin nada. Sus pies y los golpes en su cuerpo le bastan para marcar el compás, clarísimo en cada paso. Las bulerías, rabiosas a ratos y a veces efectuadas a cámara lenta, son de premio. La siderurgia de Cabo San Roque gana presencia hacia el final del espectáculo, acompañando a una bailaora sensual y furiosa y a esas alturas absolutamente flamenca. 

La escenografía, perfecta para la historia y el efecto que busca. Presenta una luna que no se sabe si es sol o viceversa; unas máquinas que parecen del pasado pero suenan a futuro; y en el baile de Rocío está todo lo que ella aporta al flamenco, tan del siglo XXI, pero también oscilaciones que recuerdan a las marionetas del bunraku japonés. Sucede cuando Rocío baila sin dejar claro si avanza o retrocede, si baila de espaldas o de cara, cuando usa sus muñecas como manecillas de un reloj que marca o desmarca, no se sabe, los segundos y todo su cuerpo sirve para explicar lo mucho que cualquier futuro se parece siempre al pasado que lo precede. 

Al final, mirando al sol-luna da un último zapatazo y acaba su función. En el patio de butacas, adultos y niños cierran la boca asombrada y aplauden con ahínco un cuento que no necesita nada para ser un show redondo. La conclusión tras ver el esfuerzo, la imaginación de Molina y su enorme presencia escénica es que a su nivel artístico habrá que inventarle un premio, pues el Nacional de Danza que le dieron en 2010 se le empieza a quedar corto. 


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