Texto: Silvia Cruz Lapeña
Ciclo Oh! Poéticas de la ilusión en el Mercat de les Flors
4 de enero de 2016
Laboratorio con alma
La bailaora Rocío Molina presenta su primera colaboración con los músicos de Cabo San Roque en el Mercat de les Flors de Barcelona.
No falta mucho para Reyes y hay algunos niños en la sala. Lo que van a ver aún no es un espectáculo, o al menos así reza el programa de Impulso, una propuesta de la bailaora Rocío Molina en colaboración con los músicos de Cabo San Roque. Se trata de un primer acercamiento a lo que será un show completo y quizás por eso no hay detalles sobre la historia que cuenta. En la coreografía, sin embargo, se entrevé un relato, uno inspirado en la ciencia romántica de finales del XVIII y principios del XIX que tan bien retrató Richard Holmes en La edad de los prodigios, años en los que los humanos montaron en globo y descubrieron planetas.
En esa especie de cuento fraguado con sudor y artilugios, Molina demuestra su nivel técnico, su capacidad para inventar y el dominio que tiene del compás flamenco. Los ingenios de Cabo San Roque, originales, acertados y entrados a tiempo, acompañan a una artista que hace la mayor parte del trabajo sola, pues es mucho el rato que Rocío pasa bailando a palo seco, sin voces, sin nada. Sus pies y los golpes en su cuerpo le bastan para marcar el compás, clarísimo en cada paso. Las bulerías, rabiosas a ratos y a veces efectuadas a cámara lenta, son de premio. La siderurgia de Cabo San Roque gana presencia hacia el final del espectáculo, acompañando a una bailaora sensual y furiosa y a esas alturas absolutamente flamenca.
La escenografía, perfecta para la historia y el efecto que busca. Presenta una luna que no se sabe si es sol o viceversa; unas máquinas que parecen del pasado pero suenan a futuro; y en el baile de Rocío está todo lo que ella aporta al flamenco, tan del siglo XXI, pero también oscilaciones que recuerdan a las marionetas del bunraku japonés. Sucede cuando Rocío baila sin dejar claro si avanza o retrocede, si baila de espaldas o de cara, cuando usa sus muñecas como manecillas de un reloj que marca o desmarca, no se sabe, los segundos y todo su cuerpo sirve para explicar lo mucho que cualquier futuro se parece siempre al pasado que lo precede.
Al final, mirando al sol-luna da un último zapatazo y acaba su función. En el patio de butacas, adultos y niños cierran la boca asombrada y aplauden con ahínco un cuento que no necesita nada para ser un show redondo. La conclusión tras ver el esfuerzo, la imaginación de Molina y su enorme presencia escénica es que a su nivel artístico habrá que inventarle un premio, pues el Nacional de Danza que le dieron en 2010 se le empieza a quedar corto.