La reflexión sobre la maternidad que plantea la bailaora es hermosa y huye de tópicos y sensiblerías, pero no logra que el relato autobiográfico se convierta en uno universal.
Silvia Cruz Lapeña
En el Teatre Grec, arena blanca en el suelo, una piscina chiquita y tres mujeres que son a la vez madres e hijas. El show empieza con el “Tango de la Vía Láctea” de Sílvia Pérez Cruz. Baila la madre de Rocío Molina, Lola Cruz, y pronto se une a esa danza la bailaora, con la que hace un paso a dos hermoso y tierno, donde Lola se entrega por completo. Rocío remata con una tanda de reproches que acompaña la electrónica de Carlos Gárate: “Quiero que vengas a verme de tu propia voluntad”, aúlla Pérez en ese momento, uno de los más perturbadores de la obra.
Así arranca Grito pelao, la obra que Molina presentó en el Festival de Avignon hace diez días y que ha estrenado en España en el Festival Grec de Barcelona. La malagueña ya explicó que era una reflexión sobre la maternidad, pero el espectador entiende pronto que Molina ha venido a hablar de muchas cosas más. “No sé mover las caderas, mama, las muevo como los hombres adelante y atrás. No te molesta, ¿no?”, le dice a Lola para pasar a bailarle un taranto sensacional embarazada como está de cuatro meses.
De ese modo, Molina lleva a escena una discusión sobre los roles del flamenco y también, de alguna forma, las críticas que se le hacen a su forma de danzar. Y si Molina habla de eso es porque la realidad está cambiando: nunca antes una flamenca había contado su historia como lesbiana soltera que va a tener una hija por inseminación artificial. Por eso Pérez Cruz compuso algunos temas a medida, por eso en ellos dice palabras como “semen” o “coño”, para despojar de todo tabú el cuerpo que es capaz de dar a luz.
Inteligencia
Molina no tarda ni cinco minutos en demostrar que su barriga no es un impedimento. Se controla, claro, pero no escatima y a ratos se le nota que querría echar a volar: por ejemplo, cuando baila la soleá rescatada de Bosque Ardora y aparece la bailaora capaz de levantar del asiento al respetable con un solo giro de muñeca o un golpe de cabeza.
Incluso con los límites que ella se ha puesto para cuidar de su vientre consigue el máximo: eso es la inteligencia. Como lo de bailar sentada ejecutando unos movimientos velocísimos y flamenquísimos donde recuerda a La Chana siguiendo el compás de El Oruco, lo más flamenco de la función y un sostén impagable para las partes más jondas.
La puesta en escena es perfecta: los colores, las luces, la animación, los vídeos acompañan los estados de ánimo de la bailaora y también narran. El uso de audiovisuales, ecografía incluida, es mínimo y pertinente, demostrando lo bien que elige Molina a sus colaboradores: Carlos Marquerie, David Benito y Antonio Serrano en este caso.
Con recursos, Molina acompaña temas de diversa índole e intensidad porque en Grito pelao no sólo está el deseo de ser madre o la felicidad de embarazarse: también hay dudas, aborto, frustración, pena e incluso se tiene en cuenta el punto de vista del que nace, pues si parir es un trance, venir al mundo no le va a la zaga.
El trabajo de suelo que tan bien trabajó en Caída el cielo le viene al pelo en esta obra donde su cuerpo tiene que alternar posiciones con frecuencia. Se arrastra como una larva que muere, como un ser que sufre, como otro que descansa porque a pesar de su furia, Molina ha demostrado siempre no temerle a la quietud, al movimiento lento y microscópico. Menos aún ahora que vive una etapa marcada por la espera.
Palabras y humor
En la obra, las artistas hablan bastante pero la declamación no es el punto fuerte de Molina, tampoco el de Pérez Cruz. En ese sentido, destaca Lola, que tiene una gracia natural muy poderosa y pone una intención en las palabras muy por encima de la calidad que se espera de una amateur.
En ese sentido, es cierto que la primera persona de mujer tiene hoy un valor reparador que está sirviendo para romper silencios, injusticias y represiones históricas. Pero Molina ya habló muchos de las ocultaciones del cuerpo femenino en Caída del cielo de una forma más que elocuente y sin abrir la boca. Por eso, más de una vez da la impresión de que la palabra hablada, más que ayudar a que fluya, entorpece el potente relato que plantea Grito pelao.
Para enjuagar y recomponerse, el humor, que no es una excepción en las obras de Molina, donde siempre hay un toque de guasa, chiste o picardía. En Grito pelao esos momentos restan tensión, ayudan a cambiar de escena y contribuyen a algo importante cuando se aborda un tema sensible: huir de la ñoñería.
Uno de los aciertos de este espectáculo es precisamente ese, que no toca la maternidad, los bebés y las barrigas con sensiblería de baratillo, sino desde el cuerpo entero. Al abordarlo de ese modo, desde la sangre y la carne, el tema duele como duelen los ovarios y molesta como una náusea: como le sucede a una mujer, no a una virgen. Al tocarlo así y desde diversos estados de ánimo, Molina descarta la felicidad sin aristas y se aleja, una vez más, de los necios y de los tópicos.
La compañía
El trabajo de Sílvia Pérez Cruz es impecable y actúa como perfecta comadrona, amiga y hermana porque además, no desafina ni proponiéndoselo. El Grec no es el mejor escenario para esta obra, que seguro destacará sus puntos fuertes en teatros más recogidos, pero Pérez logró teñir de Mediterráneo obra y recinto. Musicalmente, estuvo de matrícula cantando los versos de “Para un hijo sin padre” de Sylvia Plath junto al violín de Carlos Monfort.
En algún momento, como en la soleá tocada deliciosamente a la guitarra por Eduardo Trasierra, se echó de menos a José Ángel Carmona, el que tan bien le canta a Molina aunque también es cierto que cuando saca flamencura a la de Málaga no le hacen falta ni las palmas.
Lola Cruz merece una mención aparte: estuvo mágica en el escenario. Vigilante, amorosa y generosa, tanto como Rocío que mostró una vez más su valentía al atreverse a despojarse de nuevo, no de la ropa que es lo de menos, sino de todo velo. Pocas personas se atreven a iniciar un viaje tan crudo, sin mentirse, y tan a pecho descubierto con quienes quieren.
Fallo de comunicación
La obra está más de cerca de una performance que de un espectáculo de danza al uso. Tan poco rato después de verla queda la duda de si es demasiado larga (dos horas) o es que a su autora le falta apretar más el pespunte que une lo autobiográfico con lo universal. Las secuencias, basadas en distintas etapas de la vida de Molina, quedan a veces como anécdotas de un diario personal más que como una reflexión, que era lo que la artista prometía en esta obra.
En Grito pelao falta algo que no suele ocurrirle a esta creadora: comunicación directa, a veces frontal, con el público. A excepción del baile en el agua, de la soleá o de la Piedad invertida y femenina que escenifica sosteniendo a su madre en el suelo, hay pocos momentos realmente electrizantes.
El show está, como su bebé, en construcción y es posible que esta misma noche y en el mismo escenario cambien cosas, pero muchos manuales sobre el embarazo dicen que el ensimismamiento es propio de muchas gestantes, que se observan y se escuchan a sí mismas como nunca anteriormente. Y algo de eso hay en esta fase de Grito pelao.