Baile: Florencia Oz. Cante y violonchelo: Isidora O’Ryan. Dirección: David Coria. «Antípodas» Museos de la Ayalaya – Festival de Jerez
Más que mellizas, medio siamesas, comienzan unidas como una sola criatura, van al suelo, lo tantean y se incorporan. Se dice pronto y parece corto el camino, pero el proceso, un pack gourmet, supone un viaje astral a la infancia de las hermanas Florencia e Isidora O’Ryan Zúñiga (Santiago de Chile, 1987). Otra vez en pie, una agarra el chelo y en la boca el dulzor de ese canto chilensis (Palomita que vas volando); la otra, se reafirma en su propio cuerpo. Cada una toma su camino, pero no se soltarán jamás.
La magistral propuesta de las O’Ryan es una sucesión de pequeñas piecitas encadenadas en una ensoñación de infancia en la que, además del aroma propio del amor y la admiración que se profesan, advertimos la simbiosis de elementos cuyos límites permanecen difusos y, sin embargo, no urge definir nada.
Los movimientos de Florencia (XXII Premio Nacional de Arte Flamenco de Córdoba), acreditadísima bailaora a la que hemos disfrutado en otros montajes en este mismo festival, conjuga con sabiduría su papel en esta otredad particular, protagonista a ratos, de acompañante en otros. La chilena parece cimentar con Coria (a la dirección en este caso) una alianza irrompible de saber hacer que se enriquece mutuamente y que forma unos códigos compartidos cada vez más reconocibles y que amplían la mirilla por la que observamos el universo flamenco. Si no, acuérdense de esa pataíta por bulería tan graciosa y medieval. Gracias por eso.
Isidora, profesional del violonchelo y del canto, palpita con esmero en su papel. Su hipnótica voz, un deleite andino de primera, nos guía durante todo el espectáculo. Provoca placer observar sus dos caminos, la libertad de su búsqueda y la calidad técnica en su improvisación a tiempo real. Libres pero conectadas. Queda flotando la duda de si vuela una más alto conforme más aguerrido ha sido su sostén en la infancia.
De bendecido corte minimalista, apenas cuentan consigo mismas y un par de elementos más (aplauso merecido al diseño de luces y el de vestuario, creado por la propia Florencia, y confeccionado por Carmelilla), todos ellos de carácter orgánico, como esas faldas de papel kraft que las convierten en dos meninas inclinándose en una pavana fingida. Chocan en tiernos abrazos de niñez que desemboca en una guajira delicatessen de plumas azules. Aquí, en este rincón machadiano, hay que morir.
Probablemente sea este estreno absoluto uno de los montajes más exquisitos de lo que llevamos de Festival por aunar, en menos de una hora, la narrativa de un universo compartido, simbólico y terrenal, con el soberbio desempeño escénico de dos carreras que brillan en solitario y que, juntas, implosionan ante nuestros ojos.
¡Bravo!