Programación Flamenco on Fire 2022 – Toda la información
Después de desayunar y sin visos de que vaya a haber apaleamiento público, seguiré contando las –mis- andanzas de esta novena edición del festival pamplonica sin más tapujos que los realmente vergonzantes.
Hubo balcones, claro, la gran seña de identidad de este certamen norteño: María José Llergo y Paco Soto se apropiaron de la galería del consistorio ante las fans enardecidas y, aunque Mª José tenía que literalmente volar a Madrid a coger el avión, metió Niña de las dunas como bis in extremis para locura de su público y también para la de su equipo de producción. Desde el hotel La Perla hicieron lo propio Jolis Muñoz, conocido cantaor local, y el tocaor granaíno Carlos de Jacoba.
Lo confieso: no llegué a la charla-coloquio de Pedro G. Romero y José Javier León en Casa Sabicas ‘A propósito de 1922: Festival de Granada. Qué cantó el festival’. Tampoco llegué al documental de Fernando González-Caballos ‘Por Oriente sale el sol. La Paquera en Tokio’. Sí acudí a ver al Juan Villar junto a Nono Reyes en el patio del Palacio Ezpeleta, aunque tuvo mejor mañana en el balcón que la tarde de ayer. Engalanado con un traje azulón que enaltecía su figurín, el histórico tato gaditano se peleó los tercios y le dedicó el ramillete de cantes de la Bahía a Francisco Suárez ‘Torombo’, recién llegado a la ciudad.
Ni siquiera alcancé a llegar al Baluarte con José Mercé y su Oripandó. Me perdí la puesta de largo de esta trabajo autobiográfico de uno de los príncipes del cante jerezano y todo porque me atrapó de una manera sobrenatural el bolazo en dos partes que se marcaron Cristian de Moret y, después, Raúl Cantizano junto a Los Voluble. Todos ellos, a su manera, llenaron el Zentral de, si se me permite esta pequeña tautología, una toxicidad necesaria con la que contaminar un arte cuyo nacimiento fue ya desde el propio mestizaje.
Guitarra y bajo eléctrico, pedalera, voz y sintetizadores. Cristian de Moret lleva un tiempo perdiendo el miedo a mostrar lo que cada vez tiene más ganas de hacer: mezclar, experimentar, provocar una implosión supersónica al meter unos fandangos de Huelva en ritmo y rollo de blues, por ejemplo. Una versión de La Leyenda del Tiempo con la que se desmelenó hasta el apuntador y, para rematar, eligiendo el último tema ofreciendo al público una encuesta improvisada: ¿qué queréis, cumbia o funky o las dos? Al final fue una cumbia. Su cante es incontestable, sabe que el flamenco es una música compleja, sabe con quién se juega los cuartos y lo defiende. Después de años de colabraciones de lo más variopintas (Rosario La Tremendita, Pastora Galván, Pedro el Granaíno, Carmen Linares, el Ballet Flamenco de Andalucía), este onubense de 34 años consigue que todo el personal -sea en el Baluarte de Cádiz, en la Cochera Cabaret de Granada, en el On Fire de Pamplona o en la sala Bogui Jazz de Madrid- estalle hasta sin querer en una burbuja multicolor en la que reina la tranquilidad satisfecha, el disfrute del movimiento espontáneo y las ganas de desenchufar la guitarra pa enchufarte tú. Una no sabía si estaba escuchando una taranta o estaba en una meditación dinámica de OSHO. Querido Cristian, que las diosas te paguen el regocijo que dejaste entre el gentío.
Podemos preferir estilos y artistas, podemos, pero no debemos dejar de valorar los nuevos vientos, especialmente los que enarbolan la bandera del regocijo y la alegría, de la valentía y el atrevimiento en tiempos de tanta crispación, normas por doquier y olor a apocalipsis zombie.
En eso, Zona Acordonada, la propuesta de Raúl Cantizano y Los Voluble (Pedro y Benito Jiménez) no se queda atrás; del apocalipsis, digo. Este acotado espacio-tiempo que los sevillanos se autoregalan es una suerte de collage en el que caben todo tipo de artilugios y cachivaches físicos y digitales junto a retales e inventos varios sobre una mesa que es un bisturí desde el que lanzan a la pantalla un mix de memes, gif y píxeles sonoros al servicio de la energía del momento. Con ella y para ella, traen a colación al Beni de Cádiz, Farruquito, Antonio Canales, Sabicas, Rosalía, La Niña de los Peines, Chocolate, Ayuso, Juanma Moreno, la higienización pandémica de las sillas de enea en una peña flamenca de Marbella o el mítico también pandémico ¡quiero ir a misa! de una vecina del madrileño barrio de Salamanca ante las restricciones por el COVID. Como ven, son más peligrosos que McGyver en una feterretería.
Pero sin ánimo de ser reduccionista, esto es una vaina bien. Porque ejercer el derecho a la libertad creativa bajo las directrices de “apliques resonantes, nuevos comportamientos rítmicos, armónicos oscilando libremente, blue tack, dispositivo programado en compás de siguiriya o encended los ventiladores y dejad que la guitarra dé el concierto” convierte un bolo a priori simplemente experimental y de remezcla en una auténtica alineación de chakras.
No pienso destripar este sputnik flamencoide divertidísimo y esperanzador, referencia de libertinaje en un espacio donde la crítica –mucho menos la autocrítica- es cuestión de Estado, pero no quiero terminar este texto churrigueresco que quizá merezca otra sesión de palos sin mencionar a la bisabuela de Raúl Cantizano que, junto al invocado espíritu de Ramón Montoya, estuvo presente con esa generación de mujeres guitarristas flamencas que poco a poco las investigadoras –y, como en este caso, sus propios biznietos- están ya rescatando del olvido.
Nos vemos en misa.
Fotografías: @Manjavacas.flamenco