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Texto: Mona Molarsky
Una curiosa frialdad
“¡Cómo ha avanzado el flamenco en Nueva
York!” dijo maravillado un amigo guitarrista en medio del
Carnegie Hall miranda hacia arriba y contemplando el aforo completísimo.
Durante generaciones ha sido el sueño de todo músico
llegar al escenario de Carnegie Hall. Pero no es tan fácil
llenar aquellos 2.800 asientos. La noche de sábado, la fama
colectiva del cantaor Enrique Morente y el guitarrista Tomatito
logró lo que pocos músicos del flamenco – y
sin duda, ningún cantaor – había logrado anteriormente,
y el venerable teatro se llenó hasta la bandera.
Fue la noche que aficionados de la ciudad habían estado
esperando con la mayor expectación. Incluso aquellos que
no habían asistido a otros recitales del Flamenco Festival,
no iban a perder a Morente y Tomatito. Entraron en el auditorio
vestidos de sábado, besando a los amigos y pegando voces
emocionadas entre las filas: “¿has visto a Tomatito
aún?”…”¡sí…está en el
camerino!”
Hay aquellos que se postran a los pies
del que consideran un inspirado visionario y genio innovador…y
los que consideran que el cantaor está llevando el flamenco
en un viaje exprés hacia su destrucción.
Tomatito es artista muy querido en Nueva York. Siendo un guitarrista
que lo mismo toca en solitario las composiciones más al loro,
que acompaña cante en el estilo más tradicional, atrae
a un público muy diverso. Tampoco influyen negativamente
los 17 años que este gitano del pelo largo y cara hermosa
era el guitarrista y amigo más íntimo del legendario
cantaor Camarón de la Isla. Más recientemente, ha
compuesto la banda sonora de algunas películas, ha grabado
una canción de éxito con Neneh Cherry y ha ganado
el primer Grammy de la historia para guitarra flamenca. A todo esto,
Tomatito, natural de Almería, se ha mantenido fiel a sus
raíces, y nunca se ha olvidado a la familia, los amigos y
el pueblo. Quizás en parte por esta razón los aficionados
neoyorquinos lo adoran.
Es
imposible mostrarse indiferente en cuanto a Enrique Morente, el
más conocido y polémico cantaor del panorama actual.
Hay aquellos que se postran a los pies del que consideran un inspirado
visionario y genio innovador…y los que consideran que el cantaor
está llevando el flamenco en un viaje exprés hacia
su destrucción. Enrique Morente tiene extensos conocimientos
del flamenco. Con sólo 16 años “El Ronco del
Albaycín” como le decían en Granada en sus comienzos,
ya había aprendido la mayor parte del repertorio flamenco.
Con 18 se había instalado en Madrid para triunfar en la capital.
Después de demostrar en sus primeras grabaciones de los años
sesenta, que dominaba las diversas formas flamencas, se puso a ampliar
– algunos dirían ‘destruir’ – sus
fronteras, realizando experimentos armónicos y rítmicos
sin precedentes en el idioma musical del sur de España. Quieras
o no, es imposible hacer caso omiso de Morente, así que los
flamencos de Nueva York, desde el más vanguardista hasta
el más purista acudieron al Carnegie Hall para presenciar
este singular evento.
Pero no era el mundillo flamenco que llenó el teatro más
importante de Nueva York hasta la bandera. Melómanos y yupis
de toda clase, oficinistas y turistas despistados, adolescentes
de Brooklyn y la beautiful de la Gran Manzana ocuparon sendos asientos…se
pregunta uno si tenían idea de lo qué iban a ver.
Afortunadamente, para los neófitos, el programa comenzó
con el primer solo de guitarra de Tomatito, una taranta cálida
y lírica que parecía evocar el espíritu rebelde
del sur de España. Esta forma que nació del cante
minero, ha sido reelaborada para la guitarra acomodando una variedad
de personalidades de los respectivos intérpretes. En esta
taranta, la persona soleada y andaluza de Tomatito parecía
vibrar a través de las finas maderas de su instrumento y
apenas se referenciaba la soledad oscura que una vez caracterizó
el cante relacionado. Fue una manera acertada de presentar el flamenco
a un público de no iniciados. Tomatito nos llevó de
la mano y nos condujo por las templadas aguas del Mediterráneo
donde pudimos distraernos un rato en las aguas poco profundas antes
de embarcar para lugares más inhóspitos.
Siguió con unas alegrías desenfadas en re, acompañado
de las palmas Ángel Gabarre y Antonio Carbonell y el cajón
de Lucky Losada. Con su compás bien definido y haciendo gala
de la gracia gaditana, este tema resultó más tradicional
y más flamenco que la taranta. La herencia gitana de Tomatito
empezó a dejarse ver, y era cosa buena.
Entonces el guitarrista y sus colegas arrancaron con una bulería
marchosa y airosa. Sentí el impulso de agarrar el asiento
mientras los hombres nos llevaban cuesta abajo y sin frenos en un
viaje trepidante al flamenco para el nuevo milenio.
Tomatito nos llevó de la mano
y nos condujo por las templadas aguas del Mediterráneo
Recordando como las bulerías más dinámicas
y conmovedoras que había oído nunca parecían
haber salido de la mismísima tierra de pueblos puntuales
como Lebrija donde nacieron, me pregunté si la marcha superveloz
y la mentalidad trabajacólica de Manhattan pudo haber inspirado
a Tomatito a componer este tema como una especie de homenaje irónico.
¿‘Bulerías para el AVE de las 8’ quizás?
No. Algunos veteranos que llevan observado la carrera de Tomatito
desde sus años adolescentes en Málaga me aseguraron
que no había ninguna intención de ironía. Hace
años que el joven guitarrista ya toca mucho del mismo material
de Paco de Lucía.
A continuación, oscuridad absoluta y aparece Enrique Morente
en medio del escenario con tres hombres iluminados por un foco débil,
marcando el ritmo de bulería. En la penumbra, la camisa roja
de Morente parecía sugerir los carbones candentes de una
fragua, y las palmas, el eco lejano de herreros. A palo seco, Morente
cantó su propia versión estilizada de una toná,
una de las formas más antiguas y fundamentales del flamenco.
Y a través de su voz de gravilla, sentías la vida
austera y solitaria del que trabajaba día tras día,
desde el amanecer hasta la medianoche. Sus compañeros se
alternaban cantando versos y animándolo con jaleo gutural.
Esto fue seguido de una lírica caña, acompañada
a la perfección con el toque tradicional de Tomatito. Aquí
no había nada de deditos relámpago para impresionar.
Y tenías que admirar a un guitarrista de esta talla capaz
de asumir tan totalmente un papel secundario al cantaor. La caña
de Morente, con su tradicional lamento “ay, ay, ay, ay, ay”
parecía envolver a los presentes en una manta de suave melancolía.
Se dice que la caña tiene raíces en los cánticos
medievales de los árabes. Si las luces se hubieran atenuado
aún más, y los músicos hubieran abandonado
el escenario, nos hubiéramos quedado meditando en el silencio
durante largo rato.
En lugar de eso, los siguientes cantes fueron versiones morentianas
de alegrías, tangos, bulerías y…posiblemente…mirabrá.
Después del recital, aficionados vitalicios se rascaban sendas
cabezas discutiendo qué formas, si de hecho alguna, Morente
había interpretado. “¿Te acuerdas antes cuando
las formas se reconocían al instante?” comentó
uno al día siguiente cuando el Internet estaba al (relativo)
rojo vivo con conversaciones entre aficionados acerca de lo que
habían presenciado.
Había un momento durante la velada cuando un solo de cajón
con sonido africano de Lucky Losada, con una cornucopia de efectos
electrónicos y “reverb” pa’ vender y regalar,
condujo a lo que pudo ser alegrías. ¿O fue cabales?
Ninguno de los aficionados se comprometía. Lo que sí
se puede decir, porque todo hay que decirlo, es que un par de versos
de seguiriya fueron más tradicionales que los viajes espaciales
de Morente de años recientes. Y por esto una servidora estaba
profundamente agradecida. El acompañamiento de Tomatito para
estos cantes era fluido, sutil y respetuoso, un verdadero placer.
Una vez hayas presenciado el cante gitano
de calidad, la erudición de un artista como Morente empalidece
como la luz de una velita al lado de un edificio en llamas
Pero….en las siguiriyas en particular, cante que brindó
algunos de los momentos de más calidad del recital, había
una frialdad curiosa y desorientadora. Es posible que muchos del
público neoyorquino no se dieran cuenta. Porque si no has
tenido el privilegio de escuchar siguiriyas en boca de los grandes
siguiriyeros del siglo veinte como el Chocolate o al Agujeta, no
conoces las alturas a la que esta forma tan gitana puede llegar.
Morente, como todos sabemos, no es gitano. Nacido en Granada se
crió en el barrio del Albayzín, inmerso en el flamenco
y la cultura gitana que allí abunda. Sus innovaciones y triunfos
se deben en su mayor parte a aquellas personas que dieron a España
y el mundo el flamenco que hoy en día conocemos, tan ciertamente
como la cultura afroamericana dio los blues y el jazz al nuevo mundo.
No obstante, aunque Morente ha sabido asimilar las formas y las
técnicas de la tradición flamenca como una esponja
absorbe agua, parece que nunca llegó a lograr uno de los
elementos esenciales: el calor.
Cuando vas mondando las capas estructurales, los complejos ritmos
y tonalidades orientales, ¿dónde encuentras el alma
desgarradora y singular del flamenco? Esa esencia reside en un acercamiento
puramente emocional: una actitud anárquica y bohemia, y la
capacidad de expresar el sufrimiento más profundo a la vez
que se conserva la humanidad. Es en este terreno de inestabilidad
que tantos gitanos se han destacado como artistas del flamenco.
Y una vez hayas presenciado el cante gitano de calidad, la erudición
de un artista como Morente empalidece como la luz de una velita
al lado de un edificio en llamas.
Pocos dudan que Morente se merezca un lugar de honor en el panorama
actual del flamenco. Pero, con tantos cantaores extraordinarios
allí fuera que saben calentar el ambiente, ¿realmente
se merece la fama desorbitada de la que goza? Y ya que estamos,
¿quién le otorgó esa fama en un principio?
¿Será que la industria, tanto en España como
en USA, lo encuentra más tratable y menos arriesgado que
otros cantaores figura?
Existen aquellos que opinan que los artistas gitanos están
siendo excluídos paulatinamente del negocio del flamenco
para ser reemplazados por castellanos quizás menos dotados
pero más manejables. Y mientras que esta idea puede a la
primera parecer algo absurda e incluso imposible, valdría
la pena analizar los carteles de los festivales en ambas orillas
del Atlántico. En el Festival Flamenco de Nueva York, sólo
dos de los quince artistas protagonista han sido gitanos. Poniéndolo
en perspectiva, si los norteamericanos montaran un festival de jazz
con un porcentaje tan minúsculo de músicos negros,
sería motivo de polémica, y con toda la razón
del mundo. Como mínimo, estas cifras deberían de hacer
que reflexionemos.
Según se mire, el concierto de Enrique Morente y Tomatito
en el Carnegie Hall fue un exitazo redondo. Todo el papel vendido.
Ovación a pie del respetable. Y así se espera que
la noche de sábado al menos unos cuantos de esta ciudad se
hayan contagiado del flamenco y vayan en busca del cante en alguna
fecha próxima. En cuanto a los organizadores, sólo
cabe esperar que el aforo completo se traduzca en un mayor presupuesto
el año que viene. Sin embargo, el tema de cómo se
va a definir el flamenco, y qué artistas serán escogidos
para representarlo, sigue siendo una incógnita.
Para el bis final, Enrique Morente interpretó uno de sus
números experimentales en el que intercalaba versos de canciones
cursis, ajenas al flamenco con bulerías y otros elementos
varios. De pronto, desde algún lugar de la nebulosa mezcolanza,
empezaba a sonar una música inequívocamente americana:
“Summertime…and the living is easy”
Risas por doquier, obviamente. “Easy living”, o “la
vida fácil” nunca ha sido el meollo del flamenco. Y
si algún día llegue a serlo, ¿querremos invertir
nuestros recursos en conocerlo?
Mona Molarsky © 2005. Reservados los derechos.
Fotos por Rafael Manjavacas
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