Rafael Amargo “Tiempo Muerto” |
Texto: Estela Zatania El sexto día en el Festival de Jerez comenzó en la Sala la Compañía con la actuación de Miguel Ángel Berna y su obra “Rasmia” dentro del ciclo denominado “Con nombre propio”. Berna, natural de Zaragoza, ha elevado la jota a nuevas alturas que algunos describen como “jota flamenca”. Con palillos (castañuelas) transparentes de metacrilato, dejó al público embelesado con su combinación de jota, flamenco y danza moderna. Rafael Amargo “Tiempo Muerto” Baile: Rafael Amargo, Susi Parra, Vanesa Gálvez, Eli Ayala, Carmen Iglesias, Rosana Romero. Cante: Maite Maya, Carmina Cortés, Pedro Obregón. Guitarra: Flavio Rodrígues, Eduardo Cortés. Flauta: Juan Parrilla. Violín: David Moreira. Violonchelo: Mikel Zunzundegui. Piano: Jato. Cajón: Antonio Maya. Colaboración especial: María la Coneja, Sorderita. La actuación principal de la jornada ha sido la obra de gran formato “Tiempo Muerto” de Rafael Amargo, y mucho tenemos que decir al respecto, aunque sólo sea porque es uno de estos artistas que “goza” de numerosos detractores sin que quede claro (para una) el porqué. Vamos por partes. “Tiempo Muerto” es una obra desigual, con algunos baches impresentables, basada en conceptos que sospechas que son importantes para su autor, pero que no logras descifrar. Es decir, no es diferente al 99% de las demás obras de baile que se presentan en los teatros del mundo hoy en día y que son aplaudidas y ovacionadas como geniales. Entonces hablemos de Rafael Amargo. Los flamencos granadinos, y en general los de Andalucía oriental, tienen un concepto fundamentalmente diferente del flamenco comparado con Andalucía occidental. A saber, no padecen los complejitos de que si “zona cantaora” que si “triángulo dorado” que si “dinastía flamenca”. El granadino contempla el flamenco como un medio para cumplir un propósito, una estética basada en ciertas formas que pueden conducir a un resultado disfrutable: o bien arte grande, o bien arte popular, pero siempre ajustado a una estética, un aroma que nos atrae tan segura e irresistiblemente como el olor de una buena comida. Vas a una fiesta informal en Granada, y los asistentes están haciendo compás y cantando a los dos minutos de haber llegado. Sin miramientos. Entusiasmo inocente que roza lo indecoroso, diametralmente opuesto al oscuro hermetismo tan típico de “la zona cantaora”. Esto es lo que veo en Rafael Amargo, y lo que admiro en su persona. Tampoco es decir que su producto carece de calidad. Calcular mal es el privilegio de las personas que se arriesgan, y el artista que no se arriesga, que no se entrega o que te vende frialdad por “sofisticación”, no es digno de tener en cuenta. Rafael Amargo es un inspirado y excelente bailaor. Alguna vez me gustaría verlo desprovisto del circo con que se rodea para saborear su extraordinario talento. Su mayor enemigo es su creatividad. Le sobran las ideas, y como un niño chico, te viene corriendo con las manos llenas gritando “¡mira!” El largo número negro de las mujeres encapuchadas, el exceso de percusión, las dos bailaoras mano a mano con su zapateado y un planteamiento hollywoodense sólo son algunos desaciertos en esta desigual y complicada obra. Pero en su propio baile, Amargo tiene sensibilidad flamenca. No depende de las cansinas combinaciones percusivas de los pies para demostrar su soltura con el compás, se mueve con la gracia de los mejores bailaores de los patios de vecinos, la línea clásica de Gades, pellizco y un alto nivel técnico, y siempre tomando lectura de la esencia del flamenco. Rafael Amargo hace para el flamenco, lo que Antonio Márquez hace para la danza: nos regala su cariñosa y sincera visión sin importarle demasiado las críticas como esta que estás leyendo, porque cree en lo que hace. La obra goza de interesantes colaboraciones como las de José Soto “Sorderita”, Juan Parrilla a la flauta o María la Coneja al cante, baile y flamenquería a lo Sacromonte. Calixto Sánchez Mentalmente exhaustos después de la obra en el Villamarta, el silencio y solera de la Bodega de Los Apóstoles es el perfecto relax. La copita de vino, el olor a bodega, las luces atenuadas, Calixto Sánchez… El cantaor de Mairena del Alcor ha ganado su lugar en el panorama del flamenco a pesar de no despertar grandes pasiones entre la afición. Es un cantaor estudioso, pero hay un fondo de vivencias y autenticidad, y su cante huele a la campiña, a “los de las botas gordas”, frase de Pepe Pinto que le gusta citar para definir al campesino entendido de cante que posee conocimientos heredados. Calixto vino acompañado por su guitarrista habitual, Manolo Franco. Calixto y Manolo, dos Giraldillos de la Bienal de Sevilla para entregar su considerable arte y conocimientos. El cantaor abre con tonás y está bien de la voz. Por soleá, hay verdad y cariño en cada frase, por siguiriyas, casi son estilos propios; Calixto hace gala de hacer sus “arreglos”, así era el cante antes de que hubiera grabaciones al alcance de todos. Honestidad, dignidad y sabiduria. Las cantiñas le sirven bien, o él a ellas; la naturaleza de la forma invita a la personalización que Calixto aplica a todo. Se sirve respetuosa, cariñosa y discretamente del acervo de estilos, y construye sus cantes, no como copista sino investigador. Las bulerías en tono menor tienen un delicioso sabor de tiempos atrás, y a pesar de los rumores, Calixto demuestra un exquisito dominio del compás, incluso en las melodías más complicadas. El reducido público agradece la actuación y exige bis que toma la forma del Himno de Andalucía por tangos.
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