Texto: Silvia Cruz Lapeña
Fotos & video: Rafael Manjavacas
Baluarte – Festival Flamenco on Fire de Pamplona.
26 agosto 2016
Farruquerías
Farruquito no sería hoy quien es sin su familia. Y también es cierto que podría destacar aún más si parte de ella se hiciera a un lado. Pero él no quiere, es su elección, y por eso se presentó con su clan en el Baluarte de Pamplona y recuperó un espectáculo que estrenó en Nueva York en 2001 con algunos de ellos y otros que ya no están. Han pasado más de quince años de la premier de “Farruquito & Familia”, quince años de pérdidas pero también de alegrías porque su baile es otro, mejor, un poco menos veloz pero más sabio y al escenario subió a la joya de su corona: su hijo Juan, que con algo más de cuatro años demostró que la saga que inicio el abuelo Farruco tiene continuidad.
“Aprende de todos, no copies a nadie.” Eso cuenta siempre Juan Fernández Montoya que le contaba su abuelo, origen de esta familia bailaora. “Aprende de todos, no copies a nadie.” Eso lo cumple Farruquito a rajatabla, no los demás farrucos, que bailan bien pero a ratos bailan demasiado pendientes y dependientes del recuerdo del abuelo y ahora, del que ahora es cabeza de familia. Si hubiera podido, el protagonista habría bailado, tocado e incluso cantado por todos. Se notó que sufría por los errores ajenos y tuvo en su contra otros factores: un espectáculo que parecía poco ensayado y un sonido de calidad irregular. Casi llena un teatro con más de 1.500 localidades, lo que da cuenta del tirón de los farrucos, a quienes el público aplaudió cada desplante, cada taconeo y cada virguería que tuvieron a bien mostrar los hombres de la familia.
Abrieron el show Farruquito y Farru por siguiriyas. El número tuvo momentos hermosos y otros de desencuentro. Cada alma iba por un lado, pero era el inicio y valió la pena ver a los hermanos mayores bailar a una. Después cada cual hizo su baile. Polito los acompañó poco rato pero acertado y demostró que se puede dosificar el tacón y no dejar de ser farruco. Se echó de menos a la tía de Farruquito y madre de Barullo y África Fernández, La Faraona. Precisamente fue su hija la encargada de recordar a su progenitora ya fallecida, a la que imitó y honró como buenamente pudo. Los espectadores no reaccionaron como cuando salía La Faraona a mover su hombro, su coxal o sus pestañas en un baile que no era de acrobacia sino de carácter. África estuvo mejor cuando acompañó a Farru a rematar sus guajiras pues ahí al menos se vieron sus maneras.
Farruquito, la estrella
Las actuaciones individuales iban separadas por vídeos. En unos aparecían los bailaores en diferentes momentos de sus vidas; en otros Farruquito ejercía de actor rememorando quién es y de dónde viene y en otras cintas, que simulaban ser en directo pero estaban grabadas, se ofrecían imágenes del camerino. El concepto era bueno pero no el sonido ni la ejecución y los fallos de raccord (como que alguno de ellos no llevara ni el mismo corte de pelo en el vídeo que en el escenario) ponían en evidencia las costuras de la idea y chafaban la ilusión que genera creer que se le ve el corazón a la farándula. El público, sin embargo, los arropó de principio a fin, con olés, gritos, jaleos y el fervor que siempre le dedican en todas partes a estos bailaores.
En los bailes individuales, Farru impresionó con el bastón en recuerdo de su abuelo. El Carpeta salió por alegrías pero le faltó brilló en la coreografía y en la cara. Apostó por la velocidad endemoniada y se olvidó del gesto y la intención. El Barullo puso su color en la actuación por tarantos acabada en verdiales e intentó aportar algo a las “farruquerías”, esos potentes hallazgos marca de la casa que son muy dignos de elogio siempre que se acompañen de otras ideas. Barullo también las empleó pero las llevó a su terreno y aunque a su número le faltó un poco de hilo y le sobró minutos, hay que destacar al que se arriesga.
La estrella, cómo no y como siempre, fue Farruquito al que sólo se le puede reprochar haber estado menos concentrado de lo habitual y que bailara menos rato del que su público anhela. Estuvo demasiado pendiente de todos. Y eso no sólo le afecta a él, también a los demás que están muy atentos a sus instrucciones. Las cantaoras fueron las únicas que se lo pusieron fácil. De diez estuvieron Mari Vizarraga y una Encarnita Anillo en estado de gracia que ayudaron al mayor de los farrucos a sacar adelante la función. Con la Bulería de las Niñas lo auparon y se vio al enorme bailaor y actor que es. Bailó al milímetro y disfrutó. Se dio tiempo y se permitió gozar. Sonrió, rio, interpretó porque él sí sabe que un artista debe tener más de dos caras, que no vale con tener una para bailar y otra para la calle. Sabe que a cada emoción le corresponde una caída de ojos y una expresión distintas. Si esa habilidad la aprendió de alguien, está claro que no la copió: la hizo suya. Por eso escuece ver que no está en el escalafón, no en el flamenco sino en la danza, que merece un artista de su talla.
Al final bailó por soleá y se quedó solo. Solo está quien no precisa a nadie. Y a él casi le sobró en la soleá hasta la música. La hizo él con sus paseos, con el aire de su chaqueta, con los golpes de la cabeza y de lo que hay dentro de ella. Y para mayor soledad, con ese baile final se colocó a años luz de su familia. Precisamente fue la soleá lo que impactó a la crítica de danza del New York Times, Anna Kisselgoff, en el estreno de “Farruquito &Familia” hace quince años. La experta identificó a Juan Fernández Montoya en su reseña con Heathcliff, el protagonista de “Cumbres borrascosas”, novela de Emily Brontë que habla de un joven que se intuye bello, se describe oscuro y se relata ingrato. Farruquito no es Heathcliff y si entonces lo fue, quince años más tarde tiene una responsabilidad sobre sus hombros que acepta y carga, algo que ese personaje jamás haría.
En septiembre, Farruquito estrena show en la Bienal de Sevilla. Dice que será una búsqueda distinta, una con la que indagará en la otra parte de su familia, la de su padre cantaor, Juan El Moreno. Ojalá en esa apuesta decida Juan Fernández ser más egoísta.