Espectáculo: Deliranza. Baile principal, dirección artística y coreográfica: Patricia Guerrero. Bailarines: Martí Córbera, Maise Márquez, Gloria del Rosario, Ana Pérez, Hugo Sánchez, Ángel Fariña, Fernando Jiménez. Guitarra flamenca: Dani de Morón. Teclados: Óscar A. Rifbjerg. Percusiones: Agustín Diassera. Cante: Sergio El Colorao, Amparo Lagares. Dirección escénica: Juan Dolores Caballero ‘El Chino’ y Patricia Guerrero. Lugar: Teatro de la Maestranza. La Bienal de Flamenco. Fecha: Miércoles 14 de septiembre. Aforo: media entrada.
Patricia Guerrero ha cumplido sus sueños. El de recibir el Premio Nacional de Danza, el de pisar por primera vez el Teatro Maestranza, el de dirigir, coreografiar e interpretar un ambicioso montaje coproducido por las principales citas de danza flamenca y con un elenco de siete bailarines y cinco músicos, y el de compartir desde el escenario sus temores, sus fantasías, sus tormentos, sus fantasmas y sus anhelos.
Sin embargo, para el público ‘Deliranza’ se presenta como una propuesta oscura, repetitiva y cansina en la que encontramos a una bailaora mucho más introspectiva que parece haber querido renunciar a su frescura (naturalidad y flamencura) a favor de un baile mucho más seco, tirante y árido. Es decir, dando por sentada la calidad de la propuesta, en cuanto a su factura, y el talento, la seguridad y la fuerza expresiva de esta bailaora (que no podemos poner en duda a estas alturas), la obra se construye sobre autómatas coreografías basadas en lo percutivo, sin apenas espacio para el respiro, para el silencio, para la emoción o para la sorpresa. Igual que en lo musical, que resultó monótono, con poca variedad de registro, ritmo e intensidad, proponiendo desde atrás una banda sonora incómoda y distante que parecía sonar casi independientemente de la artista, como un martilleante runrún.
En este sentido, sobraron transiciones y piezas que sólo conseguían alargar esa sensación de perplejidad innecesaria sin aportar nada nuevo ni a la historia ni al discurso coreográfico. Y, a excepción de en algunas poderosas imágenes y en los solos que bailó únicamente con el acompañamiento de la guitarra de Dani de Morón, echamos de menos sentir la mirada poderosa de la bailaora que se concentró esta vez en colocar su cuerpo y su cabeza hacia el suelo.
En este mundo onírico y surrealista en el que trata de sumergirnos la bailaora tampoco entendimos la incidencia en esa reflexión sobre la identidad, tan manida últimamente en la escena jonda (“¿quién soy?”, “la tabla de multiplicar no significa nada”), y esa necesidad de enfrentar la libertad de creación al lenguaje flamenco. Sobre todo, porque resultó poco creíble en el caso de Guerrero y porque nos obliga a recordar obligatoriamente a sus grandes precursoras: Rocío Molina o Belén Maya, por citar dos ejemplos.
En esto, el excelente cuerpo de baile que la acompañaba actuó como su sombra, su alter ego o sus fantasmas enlazando las distintas fases de la ensoñación de la artista y construyendo entre todos números casi de musical (como ese guiño a La Cenicienta).
Es evidente que Patricia Guerrero es una de las grandes creadoras de su generación y que gana cuando sonríe y mira al frente. También que es capaz de llevar al flamenco a otra narrativa y esto siempre es interesante. Pero de este sueño suyo despertamos cansados.
Fotografías: La Bienal / Claudia Ruiz Caro
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