Un triángulo obtusángulo entre la calle Nueva, la Corredera y el campanario de San Miguel al fondo. Desde esa encrucijada moronera se despachó a gusto la quincuagésimo séptima edición del Festival Flamenco Gazpacho Andaluz de Morón de la Frontera (Sevilla). El certamen, como todos los de esta envergadura y tonalidad, tiene noches para todos los gustos: lo mismo te dejan fría como el mármol que te clavan en la silla. Y aunque la noche estaba más fría que de costumbre por estas latitudes, levantó de la silla al respetable su buen puñado de veces.
En uno de los pocos festivales en los que esto pasa, el alumnado de guitarra y cante de la Escuela Municipal de Música y Danza local abría la noche, sellando un pacto entre estudiantes y profesionales sobre las tablas. Para una servidora, la mezcla procede: por un lado, porque los pellizcos no distinguen de orillas o separaciones y por otro, porque mostramos que el flamenco es un lenguaje-artefacto que se aprende, aunque digan que no. Y que quienes lo amamos somos cada vez menos una cuadrilla minoritaria a las puertas de la extinción.
Dorantes respondió a la avidez de un público hambriento de disfrute con compases voraces y tiernos de alguien que, aunque venga de vuelta, nunca lo parece. Porque el lebrijano no ha perdido el don del asombro, quizá lo más difícil para un instrumentista: se nota en la gente que elige para compartir las tablas y, sobre todo, en esos pequeños respingos que da sobre el taburete cuando vislumbra algún hallazgo melódico, rítmico, armónico. Diría que él sigue jugando, sigue tocando para encontrarse y perderse, pero el camino nunca es el mismo. Parece sencillo, pero es todo lo contrario. Se hizo acompañar de Las Rodes a las voces y de Sergio Fargas a la percusión, con quienes, entre otras cosas, homenajeó a su padre -fallecido hace menos de un año- con Di, Di, Ana, un tema que el propio Pedro Peña escribió a una tía suya cuando los golpistas del 36 se llevaron a su marido.
Abierta la veda, los hermanos Perico y José Pañero junto a Antonio Carrión, hicieron lo propio. Fue una pena que los decibelios estuvieran tan al límite, porque la bulla ensordecía e impedía estinguí. Tampoco le vino bien el volumen a la guitarra de Carrión, a quien solemos ver acompañar con brío, pero también con dulzura. Aun así, los hermanos de Algeciras dejaron la impronta de su casa, especialmente en el baile por bulerías que tanto recuerda a su padre.
Luisa Jiménez, Elu de Jerez, irrumpió sobre las tablas después del grupo de baile de la Escuela local y tras el acto de homenaje a Jerónimo Velasco. Qué importante es reconocer a las personas en vida y precisamente dar vida a ese archivo que tantos aficionados guardan en sus casas. El compromiso del consistorio moronense por resguardarlo quedó sellado.
Elu, escoltada a las palmas por Ali de la Tota y Javier Peña y por Juan Manuel Moneo a la guitarra, hizo lo que sabe: usar ese cañón de artillería que tiene por garganta dejando claro que Cerro Fuerte no es sólo un barrio fuerte de Jerez de la Frontera. Martinete, siguiriya, tangos y bulerías pasaron por la jerezana como un misil. Muy afinada, flamenca y soberana dice el cante la hermana de los Salmonetes para lo poco que la vemos en los escenarios. Y si hay alguien a quien le cueste ver a una mujer con ese arrojo que sabe a puñalada, que se rasque.
Ahora bien, el subidón que trajo consigo Pepe Torres es de deporte olímpico. No tanto porque el nieto de Joselero jugara en casa, que nunca se sabe si es mejor o peor, sino porque su baile desata todos los remiendos, estimula las terminaciones nerviosas y se te apodera una buenaventura que ojalá durara para siempre. Cuando ves a Pepe una vez, no se te olvida jamás. Con la guitarra deliciosa de Ramón Amador, el moronense bailó asentando con el conocimiento que dan los años tantas vivencias de la infancia con su tía La Niña Amparo y la estampa de Rafael El Negro de fondo. Sus hechuras todas, el ritmo poderoso, el temple y los giros, los escorzos que resuelven ¡y esos palillos que suenan a lebrillo artesanal! reivindican la necesidad de la fiesta, no por el jolgorio, sino por el compartir. Ese cantecito final por bulerías para bailarse desató la locura en ese triángulo obtusángulo ronco de jalear a su paisano: ¡vivan los gitanos completos!
Cuando ya pensábamos que el corazón no aguantaría otra embestida, aún quedaba el fin de fiesta: las guitarras inspiradas y cómplices de Paco e Ignacio de Amparo (¡qué maravilla verlos juntos, su generosidad, su disfrute, su manera de compartir, de buscar el juego con el otro… qué llorera!) envolvieron las voces y los bailes de Javier Heredia, que nunca defrauda, Coral de los Reyes, que levanta los brazos como una emperaora, y el joven Joni Torres, que sorprendió con el age y el pañuelo. Varias generaciones juntas que aprenden unas de otros, en esa transmisión inacabable del flamenco. Todos ellos hicieron lo suyo bajo la mirada del veterano de la noche, Remache de Málaga, que pasadas las cuatro de la madrugada repartió sabiduría, gracia, estilo y escuela a un público entregado que poblaba ya los laterales del escenario para decirle ole cuanto más cerquita, mejor.
A ver quién duerme ahora.
Vídeo & fotografías por Tamara Pastora