¿Qué hacemos aquí hoy?, se preguntaba El Choro nada más empezar compartiendo con el público del Teatro Central la incertidumbre de no saber muy bien de qué iba esta conferencia ilustrada anunciada dentro del ciclo ‘Flamenco. Melancolías y anhelos’ comisariado por Rocío Molina, con idea y curaduría de Matías Umpierrez y manual de instrucciones de Pedro G. Romero.
Así, rompiendo desde el principio con esa pose impostada de la intelectualidad, el bailaor se sumergió con el cantaor Jesús Corbacho y el músico Francisco Roca como fieles escuderos en una experiencia liberadora: la de ser uno mismo, o mejor, la de atreverse a serlo. De esta forma, sin perder el compás, los tres fueron dejando a un lado la lectura del manual escrito para la ocasión por el investigador y comisario, “que ustedes ya saben que escribe muy bien”, y tiraron los papeles sustituyendo los conceptos teóricos por la desinhibición, el estudio por la vivencia y la narrativa por la acción.
La honestidad, la cercanía y el corazón fueron entonces los asideros a los que se agarró el artista onubense para sostener este sesudo manual en escena. Porque, como contó que le dijo la propia Rocío Molina cuando él la llamó agobiado -“y con dos diazepam”- para confesarle su angustia por no entender el escrito: “‘Arza, teoría de los espontáneo’ eres tú Choro”.
Una vez asumido entonces que el mensaje de Pedro G. Romero no deja de ser una mirada externa y académica a la expresión de lo popular que él representa, El Choro nos mostró su faceta más natural, atreviéndose a explorar en lo teatral y en lo corporal por estados y movimientos que no le habíamos visto antes en el escenario. Como si al esparcir esos papeles en el suelo también se hubiera permitido arrojar los suyos propios, aparcando el constreñido rol de bailaor que a veces no sólo obliga a estrujar el entrecejo sino también a oprimir las ideas y restringir inquietudes.
En este sentido, el bailaor, más sonriente y disfrutón que nunca, y sus geniales compañeros de batallas, se permitieron jugar y divertirse, mirándose a sí mismos y el arte que defienden desde el humor. Invitando a los espectadores a participar de esta performance a la que Rocío Molina no llegó nunca hasta los aplausos y evidenciando aquello de que “hables de los que hables, habla también la situación”, que se proyectaba al inicio.
Entre tanto hubo baile, cante, música y compás del bueno. Desde las alegrías a la seguiriya, pasando por los fandangos, el garrotín o las pataítas “cortitas” que El Choro confesó tener que hacer de madrugada cuando su padre lo despertaba siendo niño. También mucha emoción, primero, por tener la oportunidad de ver al artista en su faceta más íntima (la melancolía), y sobre todo, por asistir a una feliz metamorfosis en la que El Choro literalmente se partió la camisa. Esta vez para mirarse de cerca los brazos y sus manos y darse cuenta que con su muñeca es capaz de apresar el más bello de los anhelos.
Fotos: Carmen Young – foto de portada: Ernesto Artillo
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