Texto: Sara Arguijo
Fotos: Oscar Romero / La Bienal
Diego Villegas (saxos, armónica, flauta), Pedro Pimentel (guitarra), Carlos Merino (percusión), Daniel Arjona (Bajo eléctrico) Ana Gómez (colaboración al cante) Javier Ruibal (Artista invitado). Martes 13 de septiembre Iglesia San Luis de los Franceses
Un soplido de aire fresco
No es sólo una invitación a sentir, ni una transmisión de emociones, ni el vehículo que nos empuja hacia destinos en el que encontrarse. Es también la que puebla nuestras soledades, que diría el poeta, la que nos reconcilia frente a aquello que un día nos hirió, la que nos aclara quiénes somos. La que nos ayuda a reconocernos y aceptarnos. Todo eso es la música y todo nos lo recordó Diego Villegas en el concierto que ofreció este martes en la Bienal.
Lo de este joven instrumentista fue un soplido de aire fresco que fue llenando el impresionante templo barroco de San Luis de los Franceses de notas que más que sonar hablaban. Lo hacían, en particular, de la historia y la idiosincrasia de la Sanlúcar natal que homenajea en el disco Bajo de Guía que presentaba y, en general, de las penas y alegrías universales. Con toda su complejidad.
Por momentos, y sin dejar que el virtuosismo ¬que evidencia se impusiera nunca al sentimiento, su armónica pareció cantar por fandangos con la misma fuerza con que lo hacen los cantaores; su saxo lloró por soleares acordándose de las fatigas de las mujeres luchadoras que tiran de carros y carretas, quebrándose y rompiendo los tonos como se quiebran las voces y su flauta navegó por recursos infinitos hasta quedar sin aliento en los tangos de Magallanes, hasta que la cantaora Ana Gómez recogió el testigo en una conmovedora y rotunda vidalita. Mirabrás, tanguillos, bulerías, rumbas y la melancolía de la canción Mi niña blanca mecida con la dulzura del gaditano Javier Ruibal, “feliz de haber sido de los primeros en darme cuenta que este niño iba a dar un estirón estupendo”, completaron un concierto luminoso, visceral, sincero.
Una propuesta perfectamente empastada y preñada de ritmo en la que la jondura y las influencias del jazz, la bossa o el latin de Villegas se vieron arropadas por el buen gusto y los matices de una banda cómplice y exquisita que terminó de poner sabor ¬–con la guitarra de Pedro Pimentel-, color ¬–con la percusión de Carlos Merino– y armonía –con el bajo de Daniel Arjona– al cuadro.