10 de Marzo de 2023 – Museos de la Atalaya . Festival de Jerez – Galería fotográfica
David Coria ‘Los bailes robados. Work in progress’
En el centro del escenario, un círculo de a cuatro se resquebraja, se reagrupa, se mimetiza y se desarma de nuevo. David Coria, Marta Gálvez, Rafael Ramírez y Florencia Oz son un corazón y el movimiento, su latido. Haciendo gala de un esplendor corporal envidiable, bailarán durante toda la pieza sin apenas descanso. Un saxo tenor a capella da sostén a una escena que bien podría parecer un conjuro brujil en el claro de un bosque.
El experimento con el que el coreógrafo sevillano llega a Jerez es todavía un work in progress tras pasar por la última Bienal de Sevilla y que se presentará en su versión completa en el Festival de Nîmes de 2024. El experimento al que se someten no es otro que obedecer el impulso de bailar hasta la extenuación. No es broma: los requerimientos físicos de esta pieza son abrumadores, no tanto por una exigencia acrobática como el sostener un acto obsesivo, persistente y frenético. Se trata, por tanto, no sólo de bailar, sino de resistir.
Susurros, gemidos y quejidos de todo tipo acompasan el latido del cuarteto hasta que la aparición de David Lagos por saeta-trilla con tonalidad profética tira del otro David hasta conformar una dupla acalorada e inquietante. No descubro nada si escribo que esta pareja de davides suponen uno de los dúos más interesantes creativamente hablando del panorama flamenco actual. Sus saberes se retroalimentan, se inspiran y hacen avanzar al otro.
Lagos continúa por rondeña hasta lo más alto del pentagrama y de los decibelios, lo que incita a los danzaores al frenesí aún más compulsivo, apremiante, coercitivo, penitente, árido. Ese grupo, que continúa en un trance de movimientos repetitivos y semi coordinados, se van desprendiendo uno cada vez, y ese uno emerge como solista y da rienda suelta a quién sabe qué instintos.
Uno de los momentos más emocionantes de la pieza -diría que la más corta de cuantas han pasado por esta 27 edición del certamen jerezano-, lo construye el cantaor local al entonar el himno de los mineros Santa Bárbara Bendita en apenas media voz y los movimientos se hacen más redondos y calmados, puede que más melancólicos. La capacidad sobrecogedora de la escena de transportarnos a cualquier mina leonesa o asturiana (o turolense o murciana) y conectarse a las caras tiznadas de carbón se alinea con una suerte de reivindicación de la memoria ancestral, una crítica de la feroz maquinaria del capitalismo, en sus inicios y en la actualidad.
Mientras, Gálvez, Ramírez, Oz y Coria, escogen accesorios que parecen salidos del bosque de Blair. De aspecto tribal, pastoral, parecen los bajos fondos de un sueño turbio o de verdades incómodas que viven en un tupper del fondo de la nevera que hace mucho tiempo que está allí y que nadie tiene narices de limpiarlo. La angustia de no poder parar de bailar continúa y el elenco acude al canto popular andaluz de San Vito, ansiedad cristalina con la que contaminan a un público que aplaude fervoroso este montaje del trance y que, como aquel poema de Cristina Peri Rossi, nos hace sentir que
nos despedimos
con la vaga sensación
de haber sobrevivido
aunque no sabíamos para qué.