Por Lucía Ramos Aísa
“¡Una niña tan joven que canta por zambra y por caña”!. Le dijo a quien tenía cerca Luis Cabrera, director del Taller de Músics de Barcelona, desde las primeras filas del recital de Lucía Beltrán. A esas alturas de la mañana, los aficionados barceloneses que se acercaron al Tablao de Carmen a escucharla ya estaban teniendo un buen día: hacía sol en la ciudad después de un principio de otoño lluvioso y de cielo falso, y el cante de Lucía les tenía embelesados y contentos por descubrir una nueva voz para enamorarse del flamenco. Lucía, llegaba desde Trigueros (Huelva) en su segunda vez en Barcelona, protagonizaba la tercera jornada de la 31ª edición del festival Ciutat Flamenco del Taller de Músics.
Empezó por nana (del caballo grande), siguió por soleá, en la que dio las primeras muestras de los jipíos y las espirales melódicas de su voz; imprimió su sello a la caña, se fue a La Habana a pedirle casamiento por guajiras a una indiana y en las alegrías demostró conocimiento de las letras antiguas con el tercio “El día que mataron a Torrijos”, que se canta desde mediados del siglo XIX. Su momento más brillante fue la zambra “Te he de querer mientras viva”, para no olvidarnos de las folclóricas y uno de sus mayores exponentes, Marifé de Triana. Recordó a Mayte Martín cuando la onubense entonó “Mi pena es más grande, vidalita…” y acabó, evidentemente, por fandangos de Huelva. “¡La tierra de las buenas gambas!”, gritó Antonio Jaraqueño a su derecha, que destacó como buen palmero y jaleador por su gracia y disfrute, y completaba el cuadro junto a las palmas de Nicolás Beltrán (padre de la artista) y el toque de Paco Cruzado.
El festival barcelonés empezó (no oficialmente, entre amigos) el domingo anterior en el bar La Belter, homenaje al flamenco y la rumba catalana, donde uno puede pasar un buen rato viendo fotos de los iconos locales: La Singla, La Chana o Carmen Amaya. Si por algo se caracteriza el Ciutat Flamenco es por llevar el flamenco a diferentes formatos y espacios, repartirlo por la ciudad y moverlo por espacios vírgenes en flamenco, que llegue a gente no aficionada, o a gente que de otra manera no iría a ver flamenco. Así se dio en La Belter, al que llegaron turistas buscando algo auténtico en una ciudad ahogada de turismo. Allí se celebró un ratito de cante con la voz de Ana Lorenzo, y Luis Cabrera quiso dedicar el festival a Thais Hernández, cantaora de Castelldefels fallecida a los 35 años el pasado diciembre a causa de un cáncer; y a Petitet, uno de los mayores exponentes de la rumba de las últimas décadas fallecidos dos días antes tras sufrir miastenia (enfermedad neuromuscular) durante varios años.
Días después, el jueves 17, un sonido de tren inauguró oficialmente el festival. Sonó desde la mesa de Carlos Cuenca, percusionista y productor del proyecto del tocaor David Leiva, 12 flores. Es un disco, un libro y un poquito de su autobiografía. El tren marcaba el principio de la historia: Rosa y Manuel se conocieron en la estación de tren de Doña María (Almería) y se juntaron para acabar formando una familia. La actriz Carme Canet fue relatando la novela de Leiva, intercalada por bulerías, fandangos, seguiriyas y tangos construidos por el toque Leiva, el cante de Jorge Mesa ‘Pirata’, los solos de viola de Elisabeth Gex, la percusión de Óscar Puig y la electrónica de Carlos Cuenca.
“El 12, el número mágico”, cuenta Leiva (director artístico del Ciutat Flamenco) sobre su proyecto. No aparece ninguna referencia a los 12 tiempos en el libro, pero cualquier aflamencado piensa en el compás de amalgama al ver el título. Es un homenaje al recuerdo de sus padres y al legado de sus hijos, Aína y Marc, protagonistas del libro y amantes de la música desde niños. Tienen ya plantada la semilla del flamenco: “Lo llevan escuchando desde el vientre de su madre, porque yo siempre estoy tocando la guitarra. Les gusta más el flamenco que hago yo, pero lo respetan y poco a poco… está ahí, lo tienen en el cerebro”, comenta Leiva.
El viernes se celebró en la misma sala, Aclam Club (pequeño museo de motos y guitarras en el Eixample barcelonés), la final del II Certamen Internacional de Guitarra Flamenca Miguel Borrull. Unos 15 minutos para cada finalista: Héctor Delgado, Frederico Vannini ‘El Rana’, Juan Antonio Moya y Rodrigo González Mendiondo. No tardó mucho el jurado en tener el veredicto: primer premio para Juan Antonio Moya, que destacó con un toque rápido y limpio por rondeña y bulería compuestas por él. Convenció también al público, que le concedió su premio. El segundo puesto fue para Héctor Delgado y el tercero para Rodrigo González Mendiondo.
En su ratito de toque para cerrar la gala, Juan pidió una de las guitarras de la colección: “la invencible”, construida por Antonio de Torres, considerado el padre de la guitarra española, y se lo dedicó a Marcial, fallecido días antes, dueño de uno de las bares que frecuenta en su Hospitalet natal. Allí, en las calles, le entró el gusanillo del flamenco. Le cayó una guitarra en las manos a los 10 años, y hasta hoy. “Hoy no tenía muchas expectativas, yo no venía para ganar porque la música no es una competición”, comentaba al acabar el certamen. No lo dice porque le estén grabando para una entrevista, o al menos no da esa sensación: lo dice con la paz que transmite un artista que ha llegado a un equilibrio cómodo entre su ego y su tranquilidad. “No me he preparado específicamente para hoy, llevo preparándome toda la vida”. No le da mucho tiempo, tampoco, tiene mucha faena: dos discos a la espalda y un tercero en camino, es uno de los guitarristas del proyecto Gospel Meets Flamenco, más los conciertos y eventos que le salen. Casi no le iba a dar tiempo a celebrar su premio: se iba a tomar algo rápido y pronto a dormir porque al día siguiente tocaba en un hotel a las 9 de la mañana.
Una de las fechas más marcadas era la del espectáculo de la compañía José Manuel Álvarez y su espectáculo Muerdelimones en el Ateneu Popular 9 Barris. Empezó como una fiesta techno, con los sonidos de Josep Tutusaus en la mesa de mezclas y los giros pulidos del coreógrafo de Hospitalet, más bailarín que bailaor en los primeros minutos del show. A la derecha, un trozo de telón de gasa en forma de volantes, sube repentinamente. Aparece la batería al mando del argentino Lucas Balbo, que en dueto con los trazos flamencos electrónicos recuerdan inevitablemente a Eric Jiménez en Omega, no la primera pero sí quizás la más icónica batería que se atrevió (con éxito) a entrar en lo jondo.
Después de unos minutos de baile, trombón y batería, el escenario vuelve al negro y al silencio. Se escuchan unos ayes largos de una voz reconocible. El que haya mirado el programa piensa: ¿Es ella?. Poco después se despejan las dudas, sube el otro telón, colocado a la izquierda, y aparece una señora (en el sentido amplio y noble de la palabra), que se coloca la gasa como si fuera una virgen. Sí, es ella: Esperanza Fernández por soleá. Demostró una vez más por qué es una de las cantaoras en activo más respetadas del panorama actual, y después de un tramo de cante y zapateo, salió del escenario con chulería: “Lo tienes to, pero a flamenca te gano yo”, cantaba. A ver quién le quita la razón. Hubo espacio hasta para la comedia en la interacción entre bailaor y batería, que tocó las batutas sobre las plantas de los zapatos de aquel, tumbado con los pies en alto. Un espectáculo cautivador, una buena idea bien ejecutada, que dejó claro que José Manuel es uno de los creadores jóvenes que han entendido bien las bases flamencas para llevarlas a territorios nuevos y embellecerlas.
Los diez días del festival dan para muchos formatos, para flamenco en casi todas sus formas y expresiones, y el lunes 21 lo protagonizó uno de sus amigos más íntimos: el piano. Andrés Barrios en las teclas y David Domínguez en la percusión ofrecieron un recital a una sala de Casa Seat llena. Primero composiciones propias: Isbilya (Sevilla en árabe), Ecdyisis (“una farruca con muchas vueltas”) y Ocho caños (inspirada en seguiriya dedicada a una fuente de Utrera, donde nació el pianista). Después populares, como le recomendó su abuelo. Hizo cantar al público La Tarara y El Vito, que terminó acercándose al jazz.
El martes otro cambio de escenario: el Institut del Teatre. Decía un aficionado de la Peña de París: “La prueba del algodón del buen aficionado es que le guste un cante y una guitarra”. Eso es lo que ofrecieron el cantaor El Mati y el tocaor Óscar Lago. En el primer trantrán, solo, de pie, y sin acompañamiento, ya arrancó algún olé profundo y dio cuenta del pellizco de la voz del catalán. Se alargó en cada palo: minera, casi 15 minutos por soleá con recuerdos a José Menese, tientos-tangos con recuerdos a Camarón, y la cosa se puso seria cuando el cantaor paró el recital para pedir, nada más y nada menos, que la paz en el mundo. Nada más y nada menos que por peteneras.
Esta periodista tuvo la suerte de encontrarse con la pianista Mélodie Gimard, que explicó en las butacas que El Mati estaba versionando la canción Beirut del trompetista libanés Ibrahim Maalouf. Sutil sugerencia de a qué conflicto se refería el artista. Igualmente, cambió ligeramente la letra clásica que grabó La Niña de los Peines: “Quisiera yo renegar de este mundo / por ver si en un mundo nuevo / encontráramos la paz”. Siguió por seguiriya cabal, malagueña con final abandolao y se despidió por Cádiz. El cantaor, que dejó también que se luciera su acompañante, no bajó el nivel en ningún palo, en un recital que hasta la fecha se postula (en esta humilde opinión) como el mejor del ciclo. Sigue el festival barcelonés hasta el domingo 27, con el espíritu de las palabras que El Mati transmitió a su público: “Gracias al Ciutat Flamenco, gracias por venir, gracias por el flamenco”.
Fotografías Maud Sophie / Taller de Músics
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