Idea original, coreografía y baile: Rocío Molina. Dirección escénica: Rocío Molina y Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola. Dirección musical: Niño de Elche en colaboración con Rocío Molina y Juan Kruz Díaz de Garaio Esnaola. Cante: Niño de Elche. Piano / electrónica / programaciones: Pepe Benítez. Violinista: Maureen Choi. Soprano: Olalla Alemán. Coro: ProyectoeLe (director Carlos Cansino). Composición musical Cumbia y Exorcismo: Pepe Benítez. Gestación, acompañamiento y coordinación artística: Julia Valencia. Textos: Enrique Fuenteblanca. Lugar: Teatro de La Maestranza. Bienal de Flamenco de Sevilla. Fecha: Viernes, 30 de septiembre. Aforo: Casi lleno.
O ya era muy tarde cuando Rocío Molina avisó en la rueda de prensa de presentación de su espectáculo que no era flamenco o la propuesta resultó insufrible para muchos, independiente del lenguaje, porque lo cierto es que ha sido esta noche la primera en la que se han oído abucheos en la Bienal y gritos de gente preguntando que el baile pa cuándo.
Todo porque en esta Carnación, que alude al proceso de coloración de la carne en la pintura, asistimos a una obra dura, violenta y repetitiva en la que la artista se somete a una suerte de autoflagelación con la que parece querer experimentar el dolor físico y moral que, por ende, nos hace sufrir a todos, aunque en este caso sea más por el desconcierto.
Es decir, al contrario de sus anteriores propuestas en la que le vimos diseccionar su cuerpo para reducir al mínimo su vibración, aquí no encontramos ni baile ni siquiera movimiento. Sólo un soberbio trabajo físico, a veces acrobático, donde la creadora trata de sostener el interés de la historia en su fuerza orgánica, en su presencia animal. De esta forma, Molina, como una bestia poseída por los demonios, se somete a un intenso y lento martirio a través del que explora las múltiples aristas del sufrimiento, el deseo y el placer hasta su exorcismo. Oprimiendo al espectador hasta una dominación letal.
En lo visual Carnación se construye sobre imágenes poderosas, de estética enigmática y provocadora. En lo escénico en una cuidada factura y excelente iluminación y en lo musical sobre fragmentos de piano, música electrónica, cantes despedazados y lo lírico (con una coral, violines y soprano). Pero el conjunto no deja de ser una sucesión de fotos fijas sin desarrollo, ni correlato emocional ni ritmo escénico.
El foco se pone en el cuerpo y en la reiteración de pulsiones autómatas e instintivas con las que Rocío Molina y el Niño de Elche, en el papel de sumiso y dominatrix, plantean un juego sadomasoquista en el que van intercambiando los roles. Levantándose en peso el uno al otro, revolcándose por los suelos, abrazándose o pegándose a bofetada limpia, como evidenciaron en una de las escenas más incómodas.
Parte de esta investigación la vimos en una de las convocatorias de Molina en La Aceitera donde ya usó la falda de mimbre e introdujo el uso de la soga para la práctica de este bondage que ahora marca la obra. Quizás porque, más allá de lo sexual, a la malagueña le sirve para reflexionar sobre la inmovilización del cuerpo y las mordazas impuestas.
Efectivamente, como advirtió ella misma y se hablaba a la salida, más allá de un momento en el que deleitó con su zapateado preciso y salvaje, arrancando los primeros oles, en la nueva propuesta de la artista no hay flamenco, ni siquiera baile… De ahí, que los comentarios fueran si esto (refiriéndose por ejemplo a los más de 25 minutos que pudo estar Molina atándose con la cuerda) se debe permitir en un teatro como el Maestranza o en una cita como ésta.
Fotografías: La Bienal / Claudia Ruiz Caro