Texto: Estela Zatania
Fotos: Jean-Louis Duzert (C)
Martes, 14 de enero, 2014. 20h. Teatro Bernadette Lafont, Nimes (Francia)
“Lo que viene de la razón, no es de fiar”
Llegamos a Nimes, Francia, sucursal gala del duende, para la segunda semana de su admirable y ya veterano festival. En días anteriores han pasado por el recientemente bautizado Teatro Bernadette Lafont y el Teatro Odeón artistas como Israel Galván o Isabel Bayón, además de José Galán, Argentina y David Lagos con Melchora Ortega entre otros, y el programa ofrece un variado surtido de actividades paralelas con talleres, master-class, cine, documentales, conferencias y exposiciones.
La noche de martes, el bailaor sevillano Andrés Marín presentó su obra “Tuétano”, con la inesperada y lamentable ausencia de la Macanita que no pudo estar presente por motivos de salud. Aún quedaban las personalidades singulares de José Valencia al cante, Antonio Coronel a la percusión, el versátil Raúl Cantizano a la guitarra eléctrica y zanfoña y Concha Vargas como Venus oscura y bailaora.
Marín ha alcanzado en Francia la popularidad y prestigio que la afición de su propio país sigue reacia a otorgarle. Su inquietud y necesidad de conceptualizar el baile le llevan por caminos arriesgados, no siempre tolerados por el aficionado de a pie. Esta obra, “Tuétano”, que vimos en la última Bienal de Sevilla, exige la complicidad del espectador. De hecho, está en cada momento tambaleándose en la frontera que separa el flamenco experimental del teatro, y en esta ocasión es el teatro que sale vencedor. O al menos eso me ha parecido anoche.
La obra ha evolucionado desde la Bienal de Sevilla. Se siente más densa e impenetrable. El impresionante José Valencia tapó la ausencia de Macanita, pero hizo falta la persona y voz de aquella mujerona flamenca para contrarrestar la opresiva oscuridad generalizada. Marín, que apenas abandona el escenario en ningún momento, baila a pecho desnudo llegando a parecerse a un Espartaco flamenco. No está claro el papel de Concha Vargas, que más que bailar, actúa moviéndose como presagio de algo indefinible y posiblemente temible. Con tan pocos intérpretes, la ausencia de uno de ellos altera el equilibrio de la obra, y por tanto su significado.
Algunos de los momentos más flamencos fueron proporcionados por Cantizano con su granaína y petenera a la guitarra eléctrica, demostrando que lo flamenco no depende de determinados instrumentos, sino que es un estado mental.
Y las travesuras de Marín… El taconeo, o mejor dicho, “dedeo”, ejecutado con uñas metálicas sobre una placa metálica que lleva en la cara, las dos bolsitas de agua con peces de colores llevadas por José Valencia cual cenachero malagueño, la camiseta negra que Marín estira por encima de la cabeza tapándole la cara, verdugo y condenado simultáneamente. El genio de Andrés conoce el impacto de lo cotidiano llevado a lo ajeno: elementos conocidos que deforma, mastica y escupe transformados.
Pero lo que más comentan los espectadores de esta obra, el toque de locura calculada, es el baile con los pollos. De pronto están allí, cuatro pollos vivos, como quien no quiere la cosa, uno de ellos tranquilamente anidado en la chistera que lleva puesta Marín, y cada uno de los cuatro ignorando su papel en el universo post moderno de un bailaor creador llamado Andrés Marín. La indiferencia avícola, condenadamente divertida, quieras o no, da un aire de performance, y es un toque de atención a los que luchamos para comprender el simbolismo de la obra. Algunos del público, tanto en Sevilla como en Nimes, no acabaron de aceptarlo; ellos se lo pierden. De los largos textos leídos en off o recitados, rescatamos la sentencia de Marín: “Todo lo que viene de la razón, no es de fiar”.
En esta versión y representación de “Tuétano”, cuesta detectar el olor característico del flamenco. No obstante Andrés Marín es un portento de bailaor e inspirado visionario que al final demuestra hasta donde llega su afición con su buen cante por soleá, no como detalle ostentoso…apenas te das cuenta que es él…sino como elemento enriquecedor.