Espectáculo: Éxtasis/Ravel (Show andaluz) Música: Maurice Ravel y Alberto Carretero. Dirección musical, coreografía y baile: Andrés Marín. Baile: Vanessa Aibar, Andrea Antó, Chloé Brûlé y Lucía Vázquez. Piano: Óscar Martín. Saxofones: Alfonso Padilla. Percusión: Daniel Suárez. Lugar: Festival Internacional de Danza de Itálica. Fecha: Martes, 22 de junio. Aforo: El permitido.
Leyendo el programa de mano sabemos que la obra se presenta como una trama escénica y coreográfica creada a partir de varias músicas de Maurice Ravel. Una aproximación al universo sonoro del compositor impresionista francés que a Andrés Marín le sirve para sumergirse en un “trance onírico” y ofrecer una visión deformada, abstracta y personal de la Ópera flamenca. De ahí lo de Show andaluz, en homenaje también a uno de los espectáculos que protagonizaba su padre en la época, y las muchas referencias al folclore y a lo popular en el baile e incluso en su vestuario (que incluía fajín con los colores de Andalucía y un reinterpretado sombrero cordobés).
En este sentido, lo más interesante es que el bailaor propone un nuevo universo estético en el que el discurso se desarrolla con total coherencia. Digo esto, que puede parecer una obviedad pero que está ausente en muchos espectáculos de baile, porque pensaba en la incuestionable creatividad del artista que en sólo este año ha presentado tres propuestas completamente distintas, como La vigilia perfecta, con la que ganó el Giraldillo al Baile la pasada Bienal; Jardín impuro, que presentó en el Lope de Vega en abril para conmemorar el citado galardón, y este Éxtasis/Ravel con la que ha inaugurado el Festival Internacional de Danza de Itálica. Es decir, en Marín hay siempre una solidez estructural, formal y conceptual que le da sentido al relato, aunque a veces nos perdamos con ciertas simbologías o determinados pasajes pequen de lineales.
Aquí, en esta invitación al delirio, el sevillano recrea una atmósfera fría, ecléctica y enigmática donde su baile, aún más sobrio y lejano que otras veces, conversa en un continuo juego de sombras, reflejos y claroscuros con el de un disciplinado y meticuloso cuerpo de baile (Vanessa Aibar, Andrea Antó, Chloé Brûlé y Lucía Vázquez) que representa las distintas escuelas de danza. De esta forma, usando distintos artificios (como esa moqueta de insonorización que usa para envolverse), e intercalando coreografías corales, pasos a dos y piezas solistas, como la soleá, se van diseccionando algunas de las piezas de piano y orquesta de Ravel, interpretadas magníficamente por Óscar Martín al piano, Alfonso Padilla al saxo y Daniel Suárez a la percusión. Todo hasta conseguir generar el efecto repetitivo, machacón y artificial que se asocia al músico y un premeditado ambiente, incomprensible pero hipnótico, que recordaba en lo turbio y desconcertante al cine de David Lynch en Mullohand Drive o al de Lars Von Trier en Dogville.
El culmen llega con el bolero final, sin duda la pieza más sugerente y atractiva del espectáculo. Una explosión musical, distorsionada y estruendosa de este movimiento orquestal inspirado en una danza española con el que Marín nos empuja definitivamente a su obsesión. La de escaparse, quizás, de sí mismo.
Fotografías: Lolo Vasco
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