Texto: Sara Arguijo
Fotos: Bienal de Flamenco – Antonio Acedo
Septiembre es flamenco, Teatro Alameda Sevilla L Miércoles, 16 de septiembre.
Nombre: Carta Blanca Baile y coreografía: Andrés Marín Asistente: Salud López Artistas invitados al cante: José Valencia y Segundo Falcón Guitarra flamenca: Salvador Gutiérrez Percusión: Daniel Suárez Zamfoña y guitarra eléctrica: Raúl Cantizano Clarinete: Javier Trigos
El virtuosismo psicodélico
El baile de Andrés Marín es un tratado de arte. Su universo creativo acude a tantas corrientes estéticas como sean necesarias porque su discurso gusta de proponer argumentos que defender, rebatir o negar. Bebe de lo primitivo, lo clásico, lo gótico, lo barroco y se recrea en los ismos de las vanguardias. Pero más como una necesidad consciente de mostrar su filosofía que como un refugio frente a nada, o frente a nadie. De hecho, viéndolo este miércoles recordamos aquella frase de Fernando Arrabal que podría haber firmado Marín para la ocasión: “He creado un partido anarquista con un solo miembro, yo, y a veces me expulso”.
‘Carta Blanca’, por tanto, es un buen resumen de lo que Marín es y representa. Una obra a ratos oscura, densa y hasta inconexa que, sin embargo, define a la perfección un concepto que es suyo cien por cien. Y que, además, le permite reflejar la genialidad que alcanza artística y técnicamente (sigue impresionando el virtuosismo de sus pies y el uso del suelo). Así, con composiciones coreográficas puestas al servicio de lo musical, el bailarín sevillano regaló momentos magistrales como la seguiriya bailada al cante de José Valencia o la farruca que interpretó Segundo Falcón. Igualmente, su representación del Arlequín de Picasso, de absoluta melancolía; su cómico número en la “loseta obsoleta”, con guiños al teatro del absurdo o sus referencias al folclore, con salve rociera incluida, pusieron de manifiesto lo mucho que tiene que aportar a la danza.
Por contra, el ritmo de la propuesta fue bastante irregular, sobre todo al comienzo, y hubo ocasiones en las que inevitablemente se desconectaba. Quizás por la sobrecarga de elementos. Pero la música, verdadero hilo conductor de la obra, actuó aquí como asidero y como interlocutor necesario para el diálogo de Marín. Sonidos estridentes, histriónicos y sutiles necesarios para respaldar el baile ecléctico, sobrio y feísta del sevillano. Platillos que retumbaban, percusión y una excelente guitarra eléctrica de Raúl Cantizano que invitaban a buscar la profundidad en el clima psicodélico que lo envolvía todo.
Mi amiga Vane, que igual toma café con el abuelo de las conversaciones de Manuel Bohórquez, llama a esto música para ballenas. Por eso, de que es tan raro que ella dice que ni es bonito, ni se entiende, ni uno sabe siquiera cuándo toca aplaudir. Es verdad que muchas veces no me queda otra que darle la razón en sus reflexiones, aunque no esta vez. Primero, porque Andrés Marín baila muy bien y segundo porque su extrañeza está en su inteligencia, en su rebeldía y en su necesidad personal de liberación y entonces, se comprende todo. Es más, me consta que hubiera acabado en pie, como lo hizo el público que llenó el Teatro Alameda.