La bailaora de Barcelona estrena en la Bienal de Sevilla ‘Sin permiso’, una obra en la que ahonda en la masculinidad a través de la figura de su padre.
Silvia Cruz Lapeña
Especial – La Bienal de Flamenco – toda la información
En Sin Permiso, obra en tres actos, Ana Morales recuerda a su padre, fallecido hace nueve años, e intenta ahondar en la vida y la personalidad de un hombre nacido en un tiempo en el que los machos solo hablaban, no se expresaban, menos para referirse a las cosas que les pasaban de la boca para adentro. Por eso la obra es silenciosa y seca, pero también poética de una manera que el flamenco ignora pues en el exorcismo de Morales nada sobra: va al tuétano, a explicar en hora y cuarto lo aprendido.
En la Bienal de este año abundan las obras de corte biográfico creadas por mujeres: Grito pelao de Rocío Molina o De la Concepción de María Moreno son dos ejemplos que ya hemos visto, pero de momento Ana ha logrado algo que las demás sólo han rozado: convertir su historia en la historia de todos, ir del caso personal al universal, tocar además de la piel, el hueso. Qué difícil era y qué bien lo hizo.
La bailaora salió enfundada en un mono que era media y del color de la carne, sin artificio, a pelo, casi desnuda. Caminó por la escena con una máscara como la actriz que es, hipnótica, aunque alargando demasiado esa primera escena y complicándose la vida con un vestuario que a pesar de ser de un fácil quita y pon frenó en algunas ocasiones el in crescendo emocional que planteaba la obra. Sin permiso arranca morosa, quizás en exceso, aunque como espectadores deberíamos plantearnos que a un teatro no se va a que te convenzan, se va a que te maravillen y a que te remuevan. Y el ejercicio emocional que tuvo que hacer Morales para ofrecer ese baile preciso y deslumbrante requería esa cocción, un camino largo para alcanzar las cotas de belleza y lirismo que luego nos regaló.
Los hombres
Bailó por peteneras buscando a un padre y luego dejó el monólogo para intentar el diálogo danzando con José Manuel Álvarez para indagar en su propia masculinidad, en qué parte de su padre vive en ella y en el modo en que aquel hombre hermético ha configurado el modo en que ella se relaciona con otros hombres. Y algo quedó claro, esa relación es de tú a tú, como lo demuestra el tipo de compañero que elige para la escena, desde el mismo Álvarez a otro de sus habituales, David Coria, que colabora en la coreografía de Sin Permiso. Bailaores masculinos sin ápice de agresividad y pendientes del detalle.
Pero la protagonista era Ana y por eso Álvarez, que estuvo muy presente, la arropó y le dio la réplica adaptándose generosamente a un papel secundario que lo aleja de su estilo habitual. No fue espejo, fue su doble: un sevillano criado en Barcelona para una barcelonesa que quiere ser de Sevilla. La elección fue un acierto, como lo fue la percusión y la música electrónica de Daniel Suárez: no se entendería esta obra sin su trabajo.
Vestales de sexo opuesto
El primer momento electrizante lo tuvo Ana en la serrana que le cantó y le tocó Juan José Amador y que debería enseñarse en los conservatorios no sólo por su belleza, también por la minuciosidad. Amador, como el guitarrista Juan Antonio Suárez “Canito” y el resto de los hombres sobre la escena, ejerció de vestal de sexo opuesto aportando conocimiento y paz. Todos fueron padre, amigo, novio y nada. Fueron todos los hombres y ninguno, porque eso es el padre de cualquiera: alguien único.
Luego llegó la seguiriya, que Morales bailó arrebatándole la ropa a Álvarez para hacerla “como un hombre”. Fue rotunda y emotiva, sin cederle ni un segundo a la cursilería, ni al movimiento gratuito. Ana exhibió en ese palo sus dos mitades, porque ella bailando tiene rizo y tiene línea, tiene curva y vertical y después de Sin permiso, ya no queda duda de que buena parte de su virtud dancística, artística e interpretativa reside en esa dualidad.
El Lope de Vega volvió a contener la respiración con “Luz de luna”, el clásico que popularizó Chavela Vargas y que en boca de Amador se convirtió en susurro: “Que desde que te fuiste no he tenido luz de luna…” cantó casi ronco y para acompañarlo, la barcelonesa se soltó el pelo, se quitó los volantes y puso en juego todo su repertorio de bailarina. A esas alturas, Morales ya había logrado lo más difícil: que nadie pensara ya en su padre, sino en el propio. Así fue como ella se regaló una infancia y arrastró al público a hacer lo mismo.
Distinta
En Sin permiso todo suma y nada sobra. Ni el color tierra/carne del decorado y la ropa; ni la faldita de volantes y lunares con la que Ana se vuelve niña y recuerda por rumbas Barcelona y por sevillanas a su familia paterna; ni el abrigo que es sinécdoque que ella huele y utiliza para acercarse a su padre. La dirección de Guillermo Weickert ayudó a narrar la historia, algo que a veces no funciona en muchos espectáculos flamencos pero que en este caso fue un aliado perfecto para ir al meollo, para no distraerse.
La escenografía, sobria y árida, hecha de caña y paja, acompaña el desamparo de la niña-chica-mujer que busca a su padre. Por otra parte, las escenas que se cortan en pleno clímax narrativo y emocional fueron una manera brillante de escenificar la frustración de quien quiere preguntar, saber, conocer y se le niega y un recurso muy eficaz para retratar las zonas oscuras que se crean en torno a las cosas que no se hablan, especialmente las que duelen.
La obra acaba como empieza, con Ana acercándose a un abrigo de su padre, una chaqueta que huele y roza. No se la pone, se mete en ella e imita una forma de fumar y de pescar, quizás la de su progenitor aún vivo. En esa vuelta al inicio, la enorme bailaora que es Morales nos dice que la vida es rueda porque que hay cosas que jamás se resuelven y otras que nunca se saben y por eso siempre vuelven. Lo importante es no regresar del viaje siendo la misma. Y Ana, no tengan duda, ya no lo es.