Ni en hacia dónde dirigían sus miradas al coger la guitara coincidieron David de Arahal, Alejandro Hurtado, José del Tomate y Víctor Franco en el estreno de ‘Alzapúa’, el espectáculo de producción propia que se pudo ver este sábado en el Baluarte dentro del Flamenco On Fire. Quizás porque los ojos permiten también guiar al tocaor por su personal camino de búsqueda y ahí, en el cielo, en el suelo, en el horizonte o en las tripas del propio instrumento, se hallan escondidos los sonidos y los ecos que cada músico necesita.
Por eso, en cuanto se abrió el telón y vimos el brillo de los distintos colores de la madera de estas cuatro guitarras, rebosantes de juventud, talento, admiración y firmeza, sentimos un fogonazo de emoción al reconocer la grandeza de la sonanta jonda. Y pudimos, a través de sus cuerdas, no sólo recorrer los múltiples paisajes que nos descubre, sino revisitar aquellos que ya inauguraron otros desde Sabicas a Paco de Lucía, pasando por Manolo Sanlúcar, Ramón Montoya o Serranito, Pepe Habichuela y Tomatito, que se encontraban entre el público.
En este sentido, la belleza de esta acertada propuesta, dirigida por Rycardo Moreno, fue la de acercarnos, de manera sencilla y sin pretensiones, al universo musical de cada uno de ellos, dejando que de manera natural fluyeran y confluyeran las personalidades de los cuatros y sus discursos, juntos y por separado, como solistas y como escuderos del cante y del baile.
Así, fuimos cabalgando desde la ternura y la sensibilidad de David de Arahal, que regaló uno de los momentos más dulces junto a la cantaora Sandra Carrasco por fandangos (pese al sonido), a la pulcritud y el virtuosismo de Alejandro Hurtado, que dio una lección de maestría interpretando la rondeña de Montoya sin haber cumplido siquiera los 30. Igual que viajamos desde la frescura y la flamencura de un inspirado José del Tomate, que desató ovaciones, a la creatividad y el toque sugerente de Víctor Franco, cuyo descubrimiento nos ilusionó a todos. Melodías, armonía, compases y ritmos que revelaron el nivel de estos jóvenes guitarristas flamencos que consiguieron apresar la historia del guitarra con sus manos. En este sentido, el cuidadísimo repertorio sonó de ayer y de mañana porque el hoy que ellos representan rompe los moldes de la temporalidad.
Es verdad que, además de alguna cuestión técnica, de iluminación (que ensució bastante las transiciones y adelantó el final a destiempo) y sonido (que impidió oír con nitidez las voces de las cantaoras y deslució el recital de Carrasco), al espectáculo le falta hilvanar las piezas reservadas para el toque de acompañamiento que aparecieron deslavazadas. Es decir, el cante y el baile no sirven, como se pretende, para enriquecer o enlucir el recital sino que, al contrario, rompe el discurso de la guitarra y la narrativa de la obra. Sobre todo porque ni sobresale en calidad ni se pone al servicio de los protagonistas, produciendo muchos momentos de desconcierto por el cante inseguro y pobre de Fernanda Peña, a ratos disparatada, o el baile entrecortado e impulsivo de Gema Moneo, que no encajaba con el lenguaje coreográfico más teatral que se requería.
En cualquier caso, ya sea en próximos escenarios, juntos o separados, lo que es evidente es que auguramos un prometedor futuro a guitarra flamenca que es una pero, como demostraron estos jóvenes, lo abarca todo.