51ª Fiesta de la Bulería · Alameda Vieja · Jerez de la Frontera
Jueves, 23.08.2018
El río de la bulería
Texto & fotos: Tamara Marbán Gil
Ficha técnica
Cante: Diego Carrasco/ Tomasito/ Sorderita/ Antonio Agujetas Chico/ José Valencia/ Juañares/ Maloko Soto/ Remache/ Anabel Valencia/ Lela Soto/ Felipa Moreno
Baile: Gema Moneo
Cajón y palmas: Ane Carrasco/ Juan Grande/ Juan Diego Valencia/ Manuel Cantarote
Guitarras: Nono Jero/ Fernando Carrasco/ Curro Carrasco
Dirección artística y musical: Curro Carrasco
Dirección escénica: Juan Herrera
Especial Fiesta de la Bulería – a la memoria de Juanillorro
El colofón flamenco al verano jerezano volvió un año más (y van 51) con nuevas formas de hacer y otras que fueron también muy aplaudidas, quizá porque continuaban un sendero más ortodoxo y fiel al espíritu primigenio con que fue creada esta fiesta. No hay por qué elegir, señorías, aunque sí estaría bien decidir en qué liga jugamos: preparamos iluminación, sonido, organización y escenario para recibir espectáculo como tal o vemos pasar, uno detrás de otro, la lista interminable del cartel con dos cantes por cabeza y baile para compensar.
Si la primera noche, como cada año desde que la fiesta dejó de ser un día para englobar tres, está dedicada a la juventud o a salirse del tiesto aunque sea un poco, cómo se salió de la maceta para bien, cómo mandó el barrio de Santiago. Muy significativa fue para ello la presencia en la dirección artística de Juan Herrera, conocido guionista y productor que imprimió al asunto una factura que no suele estar presente en este contexto. Por un lado, tener una causa, un hilo narrativo, en este caso el río de la bulería, donde mana la fuente que nunca termina. La idea de Juan estuvo presente y clara, a nivel visual, en muchas de las escenas que conformaron el show y se sentía la mano experta de quien crea, desde hace años, imaginarios colectivos. Y, por otro lado, lejos de dar por redondo y/o cerrado el espectáculo (que admitiría sin problema bisturí, cierto reordenamiento y pulir algunos efectos técnicos) hubo coherencia visual, musicalidad (soniquetazo liderado por Curro Carrasco, director musical) y algarabía.
Contribuyó a que fuera una noche para celebrar la blancura en la vestimenta que unificaba todo; un Diego Carrasco espléndido en eso tan difícil de describir y que poca gente sabe hacer como señalar con movimientos de hombro lo importante, subrayar con dos metáforas la honra del caudal (se acordó de Anica la Piriñaca, de María Soleá, de la Tía María Bala, de La Bolola, de la Tita, Lola, Paquera, La Perla, Bernarda, o Tía Fernanda, “de muchísimas gitanas que han sido capaces de hacer que la bulería tenga nombre de mujer”) y todo con un paraguas encendido y al compás de Manuel de Cantarote y Juan Diego Valencia -un par sin igual-, Juan Grande y las guitarras de Nono Jero, Curro Carrasco y Fernando Carrasco. Mientras, nadie sabe si el Tato Diego baila o llora, si se moja o s’arrecoge. Nadie sabe nada, pero no se lo pierdan, ni a él ni -menos- a Tomasito. Puede parecer que no, pero hay tanta verdad en su baile de broma, en su cante de estar de tarro que quien lo mira más de un minuto se da cuenta de que este hombre del carrito de lo helados y con cara de circunstancia sabe muy bien lo que hace.
Cómo manda el barrio y cómo manda Lebrija, también presente. El inicio fue una lección de cómo se aprende a bailar jugando: un fin de fiesta infantil muy sabroso, disfrutado como se deleita alguien observando a la infancia entregarse con fruición a cualquier quehacer. Otro gusto, vaya, aunque, ¿qué hubiera pasado si, además de bailar, fuera la niñez la que también cantara?
En cualquier caso, algo por lo que se distinguió la noche del jueves estuvo, claramente, en el trabajo audiovisual, que condujo con maestría al público a los lugares pertinentes con piezas muy conseguidas, y a pesar de que habría que limar ese diálogo entre escena real y proyectada (una pena que el hilo vertebrador se quebrara justo cuando mejor sabía su presencia), abrió la veda a otros espacios, reflexiones y necesidades; una puerta, la de la idea de espectáculo completo que se preocupa por indagar en los recursos técnicos actuales, algo que el flamenco denominado tradicional suele saldar con un fondo negro sin muchos más miramientos. No digo que tenga que ser siempre así ni que la Fiesta de la Bulería sea el espacio idóneo para este tipo de propuestas, pero sí es cierto que el público compartía el regocijo de la novedad técnica atravesando lo ortodoxia musical. ¿Por qué no?
Una de las mejores escenas la protagonizaron José Valencia, Enrique de Remache, Juañares y Maloko en torno a una mesa, compás con los nudillos: en la pantalla, una fotografía en movimiento de la iglesia que guarda al Cristo del Prendimiento (el Cristo de los gitanos de Santiago) con las hojas de los árboles bamboleándose, las vecinas asomándose a la imagen con bolsas de la compra… una ventana a la naturalidad de lo cotidiano. ¡Bravo!) También fue, musicalmente, de las mejores. Lo que no se acabó de entender es qué pintaba aquella moto -anunciada también en la pantalla- allí. Empezaron con romance por cantiñas. Luego soleá ligerita y, después, por alegrías. Brilló para mi gusto, por encima de todos, José Valencia, que juega en una estadio privilegiado de potencia y matices y que tan libre vuela por todos los registros que hasta se cruza por bulerías a conciencia y sale airoso. Más madera: la malagueña de El Mellizo con olor de granaína, soléa, fandango de El Gloria y taranto, uno de los más conocidos de Manuel Torre (el de la espuela).
Fue aquí donde más se detuvo el río de la bulería a reconocer la riqueza del riego de sus afluentes y meandros aunque confieso que extrañé (acaso porque una siempre extraña esas cosas) proponer a las mujeres del espectáculo (una soberbia Anabel Valencia, Lela Soto y Felipa del Moreno) en ese mismo brete y no arrinconadas en la bulería, algo que hicieron con aire y soltura -a pesar de la largura de la escena-, pero se preguntaba una qué pasaría si hubieran podido desplegar matices ellas, igual que sus compañeros, sentadicas alrededor de una mesa, con mimo y calma y, sobre todo, con toda la legitimidad que esa disposición del espacio y sus connotaciones históricas de por sí otorgan. Probemos alguna vez: nadie saldrá herido.
Juan Herrera ordenó también a los reyes del compás como una cuadrilla de costaleros que se mecían, iluminándose cada uno a sí mismo desde abajo, al tempo de saeta por siguiriya (¡más gitano no lo hay!) combinando la dirección en función de la procedencia del cante, de la ronda de tonás y los sones saeteros. Martinete, debla, toná, saeta, siguiriya: Juañares a la derecha, José Valencia a la izquierda y un Agujetas Chico que dejó un sello personalísimo tanto en su dúo con Sorderita (muy, muy bello) como cuando se acompañó por siguiriya él solo, sentado en un cubo de luz. Más joyas visuales que, con mayor indagación y quizá también tiempo, rozarían la factura deliciosa a que apuntan.
Quien deslumbró siempre, en todos los cuadros en los que metió el cuerpo, fue Gema Moneo, que vive un dulcísimo momento profesional (después del premio Artista Revelación en el Festival de Jerez 2018, y el hecho de que la requieran en todas partes, que habla por sí solo), midiendo con elegancia el ímpetu y el escorzo. Se la echó de menos en el homenaje a su tío Manuel dos días después, aunque ella en El sonido de mis días, en el Festival de Jerez, ya invocó la memoria de los dos hermanos de su madre fallecidos en 2013 y 2017 (Juan, ‘El Torta’ y Manuel Moneo).
Lo que dejó al público entregado y con el entusiasmo desbordado fue el fin de fiesta porque fue una fiesta de verdad y no el mero título del final de un recital. Los guiones, en este momento, están fuera de lugar: ahora manda la intuición y la sangre. Fue una delicia cómo le bailaba Triana, retorcida en giros imposibles a su corta edad, a su madre, Anabel Valencia, y cómo ésta se sumó con su hermano José, en otra comunión exquisita, a la vueltecita del hermano de ambos, Juan Diego. ¡Qué barbaridad!
La piña que es el barrio de Santiago enlazó sin interrupciones cantes y bailes acompañándose y cuidándose con ternura; tapando unos los huecos de los otros, animando los tropiezos y las travesuras, honrando la creatividad de la infancia, fomentando la alegría de saberse juntos y de sentirse en comunión. Y es que ese río, tan chiquitito al principio, riega ya con sus aguas y lugares insospechados del planeta.