Punta y tacón
Silvia Cruz Lapeña
@silviacruz_news
Periodista.
“Todos nos sentimos obligados, cuando nos encontramos cara a cara con un artista, a decirle cosas educadas y agradables, pensemos lo que pensemos de su obra”, escribió Nicolas Slonimsky, director de orquesta, compositor, pianista y escritor ya fallecido. Sus reflexiones en torno a lo que se escribe y cómo sobre la música que hacen otros se puede leer en un pequeño ensayo titulado Wagner, música del averno (Flash Ensayo, 2017), donde se recogen las frases envenenadas que escribieron periodistas, críticos, aficionados o músicos sobre los estrenos del compositor alemán.
“Wagner tiene momentos bellos, pero cuartos de hora malos”, dice una de las citas que recoge el libro. “No creo que ni una sola de las composiciones de Wagner lo sobreviva”, dijo sobre el estreno de Tanhäusser el crítico del diario The Times en 1854. Esas frases demuestran dos cosas básicas de este oficio: que las ocurrencias sólo funcionan si son certeras y que es mejor que los periodistas no jueguen a ser videntes.
El ensayo de Slonimsky forma parte de uno más amplio titulado Repertorio de vituperios musicales (Taurus, 2016), donde se habla de todas estas cosas y alguna más, pero se centra en las críticas mordaces, a las que el autor ve una utilidad: “Sirven de antídoto a la idolatría que suele profesarse hacia los compositores muertos”. Parece que el músico no pisó España, donde los cadáveres jondos reciben una deferencia que no siempre se les da a los vivos. Y es una pena que se confunda el respeto con la ñoñez pues no hay mejor momento para evaluar la obra de un artista que cuando ha acabado su carrera para siempre.
En cuanto a los que aún colean, estoy a favor de las críticas feroces siempre que se ciñan al trabajo, no a la persona, y no sean fruto de venganzas personales. Lo mismo opino de las alabanzas. El golpe y el masaje se dan más cuanto más se intima con los artistas. A veces ocurre, somos humanos, por eso es sano tomar distancia, poner en barbecho cabeza y piel y dejar reposar lo que nos encanta tanto como lo que aborrecemos. Esos silencios selectivos tienen en mi opinión una función higiénica: evitan que se infecten las heridas y que la admiración devenga en baba. Obviamente, no hablo del aficionado, libre para atiborrarse, amar u odiar con toda la fuerza que precise, sino de quienes firmamos en medios y tenemos responsabilidades (ética, social y legal) sobre lo que escribimos.
“Dedicarle una crítica sería perder el tiempo”, escribió la revista Musical World sobre Wagner invitándonos a cometer un error muy extendido: el de escribir sólo de lo que nos gusta. ¿Por qué no abordar lo incómodo, lo raro o lo mediocre? Es más, ¿por qué no abordar lo que a priori no se entiende? Para ello, hay que trabajar un poco más, claro, entender que la música sobre la que uno escribe vive en un contexto que hoy es el mundo entero, bebe de él y a veces se intoxica, es cierto, pero es obvio que se ve influida. Ese mirar hacia adentro y sólo hacia adentro ocurre mucho en el flamenco, también en otras disciplinas, pero en ningún caso sirve de nada despreciar lo que no se comprende o sustituir el desconocimiento con alguna variante del “porque yo lo digo”. Es práctico, resultón y rotundo, pero nos hace a todos más ignorantes.