Punta y tacón
“Esa es una gitana privilegiada”, me dijo una señora a raíz de la entrevista que le hice a La Reina Gitana. “Privilegiada”, me dijo porque le pareció que una mujer que tiene una formación musical como la suya, profesora y artista no tiene derecho a quejarse de los desprecios de su entorno. “Coge el cajón y vete”, le dijeron a Marta Orive en una peña a la que fue como percusionista y se fue sin tocar porque nadie la apoyó. “¿Qué haces tú solita por esos mundos de Dios?”, me dijo a mí un gilipuertas intentando poner su mano donde no tenía permiso pues su hueca cabeza no le da para entender que una viaja sola porque le gusta y es su trabajo.
En el flamenco hay machistas. Podemos hablar de qué hacer para evitarlo o ignorar el tema, pero no negarlo. Y que alguien comente que Rocío Márquez o Belén Maya hablan del asunto “para subirse al carro” es mezquino. Que alguien, ellas, usted, yo o quien sea, no haya expresado nunca una opinión pública al respecto no quiere decir que antes pensara lo contrario, simplemente no vio oportuno hacerlo, no pudo o no le dio la gana.
Las mujeres se quejan, como cualquiera, de lo que les duele. Eso no es subirse al carro. Subirse al carro es lo que hacen quienes evitan el problema, pues trae más consecuencias plantar cara que no parar una mano larga o los pies de quien bromea sobre la sexualidad de un artista porque no digiere que al tipo le vaya bien o que la tipa sea en lo suyo mejor que cualquier hombre. Subirse al carro es también linchar a una joven diciendo de ella que es “tonta”, “fea” o que “no tiene estilo” sin haberla tratado y sin apenas conocer su trabajo. Así se convierte a esa chica concreta en una chica cualquiera, una que no merece el respeto que cualquier persona exigiría para sí. Porque una cosa es la crítica y otra el desprecio. A la primera debe someterse todo el que tiene una profesión con trascendencia pública y la segunda la practican quienes se creen superiores y curiosamente, pocas veces lo hacen contra un hombre, no en ese sentido personal y despectivo.
Yo no hablo de coplas escritas hace décadas, detenerse en eso es una trampa. Tampoco juzgo decisiones de artistas de otras épocas que dejaron sus carreras por atender su casa, a pesar de que muchas lo hicieron obligadas, no por ganas. Yo hablo de lo que ocurre hoy, de que habiendo una ley que nos iguala, tengan que sufrir esos menosprecios y escuchar o leer “puta” o “con quién se habrá acostado esta” si una flamenca (indie o rapera) publica disco, le va bien en el baile o simplemente da su opinión sobre algo y a algún cafre no le gusta. Eso no les ocurre a ellos, ni a los periodistas, ni a los críticos ni a los artistas aunque empiezo a detectar faltas de respeto similares contra los homosexuales. Y es repugnante.
Para que alguien devenga modelo de conducta, profesión o vida no me importa lo que tenga en la entrepierna. Nada de lo que haga una mujer tiene a priori un valor extra. Tampoco un hombre, por eso no deja de chocarme la reticencia de muchos a observar con interés y sin recelo el trabajo de sus compañeras. Si es usted mujer y nunca ha tenido un problema de este tipo, felicidades. Pero no tomen su caso por el todo pues si España, el flamenco, o la estiba son machistas los son por las discriminaciones que se registran, cuentan y denuncian, no por las que no han ocurrido.
Si les parece que el periodismo habla mucho (¡por fin!) de estas cuestiones, recuerden que no es a los afortunados a quienes debería dar voz este oficio y tengan presente que confesar públicamente una humillación es plato de gusto sólo para un exiguo número de tarados. Quizás por eso muchas hablan en genérico y dicen “el flamenco es machista” cuando machista sólo puede serlo una persona aunque agarrarse a esa generalización para atacarlas se me antoja otro modo de escurrir el bulto. El mundo del flamenco no es más machista que la sociedad en la que se enclava, pero si alguien lo califica de ese modo es porque es el ambiente que mejor conoce y lo hace, más que para subirse al carro, por ver si el carro se va y no vuelve.
Para evitar generalizaciones y ofensas a un arte entero, yo propongo lo siguiente: cuando expliquemos los casos, demos los nombres. Digamos quién es el de la mano larga; quién el marido que prohibió bailar a su mujer; la madre que disuade a su hija con todos los medios a su alcance para que no se dedique a la guitarra; el nombre del promotor que acosa verbalmente a las artistas; el crítico que menosprecia sin disimulo a sus colegas féminas y el del artista que aprovecha su éxito con las jóvenes que acuden a sus cursillos o le piden consejo. ¿Alguien se atreve?