La máquina del tiempo no para de llevarse a unos y otras. Pasa en todas partes, pero pareciera que, en la cuestión que nos atañe, el flamenco mismo, la velocidad estuviera especialmente activada. A las recientísimas pérdidas del último tiempo (ayer mismo del guitarrista Miguel Pérez, hace una semana, la bailaora Rosana Romero, hace tres, la cantaora Thais Hernández) hay que sumar la del lebrijano Pedro Peña y la de Antonio de los Santos Bermúdez, Antonio Agujetas, ambos fallecidos en diciembre.
Ni un mes de tregua ha tenido la casa cantaora más desgarradora del flamenco jerezano, que despidió el 28 de diciembre a Antonio Agujetas hasta hoy, que decimos adiós en Rota a su tío Diego.
El cantaor, hermano de Manuel e hijo de Agujetas el Viejo, tío de Dolores y Antonio, ha fallecido hoy en Rota con 78 años. De corte más intelectual que su indomable hermano Manuel, siempre le reconoció a éste su primogenitura, y no sólo por una cuestión de edad sino de empaque y carácter. Los contactos más internacionales de su lugar de residencia, así como de su vida personal -especialmente su pareja-, supusieron siempre un acicate para querer estudiar y leer y comprender el flamenco sin enrocarse en la ferocidad y anarquía del cante de su estirpe, aunque sin renegar jamás de ellas. Amaba y defendía, por sobre todas las cosas, el cante de su padre.
Como tantos otros de su generación (y tantas otras que ni de mayores tuvieron reconocimiento), trabajó con sus manos y apenas con su voz, y no fue sino hasta el año 2020 cuando vería la luz su primer disco en solitario (junto a Pepe del Morao en la serie Flamenco y Universidad, volumen LXII), aunque ya había grabado junto a su hermano Luis y Moraíto en 1995 y en 2002, cuando se publicó una grabación en directo desde Japón, Una noche con los Agujetas (Aficion Records), donde ya dejaría buena muestra de su geológica siguiriya, banda sonora de la casa.
Aunque en los últimos tiempos la edad le restaba cierta agilidad, su pequeño cuerpo persistentemente conseguía, a mi parecer, templar el ardor de su voz y lanzarla como un proyectil a los recovecos de la cueva apenas iluminada de la que parecía originario.