Texto: Estela Zatania
Fotos: Diccionario Enciclopédico Ilustrado del Flamenco (José Blas Vega, Manuel Ríos Ruiz)
Vi a Manuela por primera vez en 1965 en el pabellón español de la Expo de Nueva York cuando con sólo 24 años llevó su gran compañía en representación de la cultura española. Una joven adolescente, que tenía que ser yo porque guardo el recuerdo, habló con otra de la misma edad, una bailaora del grupo, en la puerta del camerino. Me dijo que se llamaba Cristina, de apellido, «Hoyos con hache». Pero yo deseaba ver a Manuela, verla de cerca para comprobar si en su rostro o sus palabras fuera posible comprender el misterio de su baile que me había conmovido tanto.
Cuando la figura de Carmen Amaya había popularizado un tipo de baile exteriorizado y dinámico, basado en su intensa personalidad y extraordinaria fuerza, Manuela buscó otro sendero. El de la escuela sevillana, hasta entonces apenas definida, como ella la había recibido de su maestro Enrique el Cojo. Es una forma de bailar discreta y señorial, de andares garbosos, la dignidad de la mujer por encima de todo. Incluso dentro de esa estética, Manuela tenía un sello propio e inconfundible. Rechazó toda coquetería melindrosa, rechazó los fuegos artificiales tan típicos del baile flamenco de la época y entregaba su mensaje de fatalidad con serena elegancia, el cuello erguido, una extraña pero expresiva rigidez en las manos, sequedad y seriedad en todo lo que hacía. Con su elegante figura, popularizó los vestidos largos de línea sencilla, y demostró la viabilidad de un espectáculo a gran escala basado íntegramente en el baile y cante flamenco. Otras compañías de la época llevaban un programa diverso con bailes regionales y semiclásicos, además de flamenco. Manuela Vargas tenía afición y se rodeaba de talento como el joven Fosforito, Naranjito de Triana, Manuel Mairena, Curro Malena, Beni de Cádiz, el Chocolate, el Lebrijano o en una inolvidable grabación, Fernanda y Bernarda de Utrera entre muchos otros. También tenía un gusto exquisito a la hora de elegir guitarristas: Juan Maya «Marote», los Habichuela y José Cala «El Poeta» eran sus tocaores habituales, y posteriormente, Ramón de Algeciras. Con esta plantilla, creó maneras para bailar la caña, el mirabrás o el taranto, y fue la primera en bailar la petenera libre de Pastora. En el pabellón español, realizó cuatro espectáculos diferentes cada día, destacando un grupo determinado de cantes en cada función, una auténtica antología de baile flamenco. Recuerdo el sonido mágico del crujido de su larguísima bata de cola de nailon blanco cuando apareció en el escenario. Bajo la luz negra que hacía brillar el blanco de la cola, ella flotaba como las inquietantes figuras de Marc Chagall. No había esos saltos, patadas y alardes para el lucimiento de la bata como hoy día, sino que la llevaba con la mayor naturalidad, como una extensión de su estilizado cuerpo. Manuela es recordada principalmente por su participación en la obra Medea, con música de Manolo Sanlúcar, y otras colaboraciones a partir de los años 80. Pero su grandeza floreció muchos años antes cuando cambió la estética del baile flamenco femenino para convertirse en la diosa de su época. Hitos en la vida de Manuela Hermoso Vargas, «Manuela Vargas» para la afición y para siempre:
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