JUAN VERGILLOS
Anteayer murió Diego Rubichi, cantaor de flamenco. La última vez, y ninguno sabíamos que era una despedida, fue en una cochambrosa cochera de un barrio, a las afueras de Jerez. Le tocaba su hijo Domingo. Con su hilo de voz fue deslizando todo el dolor de La Plazuela: soleares, seguiriyas, tonás. Sus cantes. En la cochera nos arremolinábamos en pie jerezanos y extranjeros, japoneses y santiagueros, todos rendidos admiradores de el arte singular de este extraño cantaor de San Miguel. El último martinete, puesto en pie.
Rubichi se había trasladado a las afueras, pero lo normal era verlo en el barrio. En La Plazuela. Sentado en la terraza del bar La Vega, haciendo tertulia con Paco Cepero y otros aficionados. Porque el arte de Rubichi era quinta esencia de La Plazuela: estilos modales dichos con total austeridad formal. Eso sí, Diego unía a estas características estéticas su voz única, plena de armónicos, que, en un hilo casi trasparente, acumulaba toda la paleta de colores flamencos. Diego de los Santos Bermúdez había nacido en Jerez de la Frontera, Cádiz, en 1949. Hijo de Diego de los Santos Gallardo ‘Rubichi’ y sobrino de Agujetas el Viejo y El Chalao. Se inició en los años sesenta de la mano del tocaor Manuel Morao, como tantos intérpretes de su generación y posteriores, y mantuvo siempre una actividad profesional muy discreta, localizada en su pueblo natal y en señalados festivales de corte tradicional. Su obra discográfica está vinculada a Francia ya que sus dos discos en solitario (el último ‘Luna de calabozo’, Auvidis, 1996) fueron publicados en el país vecino y el tercero es una actuación en directo en la capital francesa mano a mano con su hijo (‘Rubichis’, Peña Los Cernícalos). Diego se ha ido, como vivió, sin hacer ruido. A los que quedamos se nos antoja que ha sido demasiado pronto. Para ayer estaba anunciada su actuación en el festival de Zamora. |