Siempre he defendido el poder del arte para ayudarte a comprender la vida, reconciliarte con el mundo, curarte las heridas, liberarte de los miedos, cuestionar los discursos, agitarte la conciencia y sacudirte de placer. Pero ahora sé que nunca lo sostuve con el convencimiento y la conciencia que siento en este año loco de parálisis social, cultural, laboral y emocional. Y lo digo porque si hago memoria y reviso las pocas fotos que guardan mi teléfono de este 2020 vacío de experiencias encuentro que el flamenco aparece ahí como permanente asidero y salvavidas.
Entre otras cosas porque quiso la causalidad que, justo antes de decretarse el estado de alarma, viviéramos en el Festival de Jerez las últimas satisfacciones y reencuentros jondos, que fuera Lole Montoya la que me arropara antes del encierro y que haya sido en el Flamenco On Fire y en la Bienal de Flamenco donde volví a respirar algo de oxígeno tras una primavera y un verano de soledad, incertidumbre y desafectos.
Es decir, antes de saber que la normalidad ya no sería normal, tuve la suerte de emocionarme profundamente con el recital que nos regaló Mayte Martín por el 20 aniversario de ‘Querencia’ Entonces lloré porque la fragilidad de Mayte me arrastró de nuevo a aquellos años de juventud en que tarareaba de memoria las canciones de este álbum que forma parte de mi memoria sentimental y que me ha sostenido tantas veces durante el confinamiento. Pensándolo bien, igual que mi amiga y compañera de aventuras y batallas, Patricia Godino, con quien compartí la belleza del reencuentro en el Maestranza con esta cantaora trascendental y con quién despedí mi año flamenco en el mismo teatro con María Pagés, otra mujer ejemplo de tantas cosas.
Como cerrando un círculo aparece también Rafael Riqueni, que en enero nos impregnó de ilusión, anhelo y deseos en el Lope de Vega y que hasta su reciente colaboración con Gautama del Campo nos ha ido recordando con sus manos lo importante que es detenernos a mirar aquello que nos rodea.
La rabia que quisimos luego gritar me la adelantó Dolores Agujetas en los Íntimos de Triana, el ciclo que promovió Carlos Reverte ‘Rufo’ y que tristemente tuvo que interrumpirse. Mientras que la ternura y los abrazos que tanto echamos de menos los he recibido con las voces trasparentes y afables de Inés Bacán, Lole Montoya (en un inolvidable homenaje de empoderamiento jondo que celebramos el 9 de marzo) y Encarna Anillo, que removió hasta a las hormigas en las Noches del Alcázar. Y, aunque no los nombre, a través de la pasión compartida con las personas especiales que me acompañaron en estos momentos que identifico ya como inolvidables.
La euforia y la celebración de la alegría me la trajo Manuel Liñán a Jerez con el estreno de ¡Viva!, un maravilloso espectáculo fresco, libre y desprejuiciado al que aún recurro cuando se me olvida lo feliz que me hace esto. Y, por supuesto, los inocentes achuchones y las rondas de vino que intercambié con tantos amigos sin saber la de veces que recordaríamos estos brindis por la ¡Salud!
Ya cuando todo parecía perdido, el Flamenco On Fire presentó su programación y nos demostró la fortaleza del flamenco para hacer frente a las adversidades y dar ejemplo. Aquí, en su edición más rara, lluviosa y distante, disfrutamos entre otros del cándido y luminoso Vicente Amigo. Pero, sobre todo, confirmé que el flamenco resiste tan fuerte gracias a la dedicación, la inteligencia, el talento, el entusiasmo y el sentido del humor de nombres como Faustino Núñez, Carlos Martín Ballester, José Manuel Gamboa o Juan Luis Cano, con quienes las horas pasan volando…
La Bienal de Flamenco, por su parte, vino como un sueño que nos permitió aparcar las tristes cifras de fallecidos, las incómodas mascarillas y los malditos horarios para divertirnos, conmovernos, removernos y enfadarnos (que todo es necesario para sentirnos vivos) con lo que los artistas nos trajeron. De hecho, fue en estos días dentro de un teatro donde sentimos más de cerca la añorada vida que teníamos antes del COVID. En las propuestas, recuerdo sin esfuerzo el desafío de Andrés Marín, la energía de Rosario La Tremendita, la coherencia de Ana Morales, la frescura de María Moreno, el talento inagotable de Rocío Molina, la atractiva aspereza de Tomás de Perrate, la valentía de David Coria y David Lagos, la pasión desbordante de José Valencia, la elegante sensualidad de Lucía la Piñona o el arrojo arrebatador de Mercedes de Córdoba.
Por cierto que estas dos últimas bailaoras (Lucía y Mercedes) me han invitado a colarme en el backstage de sus procesos creativos -y vitales- en un apasionante y enriquecedor viaje que se ha ido llenando de ilusiones, confidencias y nuevos proyectos. Desde luego, ha sido precioso contagiarnos de esperanza, entre tanto virus. ¡Por muchas madrugadas y muchos cuadernos más!
Y como el flamenco es una descarga capaz de romper distancia, me quedo también con el coraje de Rosario Toledo para transformar su experiencia en el confinamiento en una emocionante obra visual (‘Me encuentro’) que le ha servido para entablar otro diálogo con su baile. Y con esa playlist que improvisé una noche de verano con Silvia Cruz Lapeña donde nos atrevimos a cruzar los clásicos de Enrique Morente (valga el oxímoron) con los temas más desconocidos de Manzanita o Rocío Jurado, entre cigarrillos, despelotes y suspiros. Y con todos aquellos que nos dejaron -como mi querido Manuel Herrera- y que echamos de menos.
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