Un libro de Faustino Núñez sobre el «preflamenco» dieciochesco.

Guía comentada de música y baile preflamencos (1750-1808).

por Pierre Lefranc

Ediciones Carena, de Barcelona, acaba de publicar un libro de Faustino Núñez titulado Guía comentada de música y baile preflamencos (1750-1808). Su base documental es la exploración de unas tres mil obras del teatro menor de aquella época, como tonadillas, sainetes y otros entremeses, cuyos manuscritos están depositados en la Biblioteca Municipal de Madrid. Según el autor, esas obras contienen materiales cuya presentación «ayudará a comprender mejor los procesos que dieron lugar a los estilos de cante, toque y baile flamencos tal y como los conocemos»: aquellas «músicas y bailes majos y boleros […] sentaron las bases del arte flamenco que se desarrolló en el siglo XIX» (4a de cubierta).

Aparte de su tamaño poco común, este «ladrillo» de 828 páginas (y un kilo) es una curiosidad por su organización. Está hecho en un 95 por ciento (o más) de citas, unas 4500, brevemente situadas en sus contextos y acompañadas de muy poco comentario, unas pocas notas y 120 páginas de anexos. Se trata menos de un libro en el sentido tradicional de la palabra que de un fichero, que en verdad está superiormente organizado. El lector tiene en sus manos el equivalente libresco de un self-service o supermercado, dividido en siete secciones grandes y unas cuantas docenas de menores. Las grandes están dedicadas respectivamente a Personajes, Géneros musicales, Baile, Instrumentos, Lugares, La Majeza, y Tarabillas y jaleos. La sección Personajes, por ejemplo, hace desfilar catorce tipos; y así sucesivamente. 

Ediciones Carena 2008

Un estudio muy meticuloso en el que el autor investiga en más de 3000 obras del siglo XVIII, el origen del flamenco. Un trabajo de algo más de 800 páginas y cuatro años de incesante investigación en hemerotecas han dado lugar al estudio más riguroso sobre el origen del flamenco.





El libro viene a cubrir un vacío de información documental que existe sobre esta época crucial, que ayudará a comprender mejor los procesos que dieron lugar a los estilos de cante, toque y baile flamencos tal y como hoy los conocemos.



830 págs.

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El libro debe recibirse con reservas, pero se debe reconocer antes de nada la perseverancia con que se ha acometido tal empresa, la claridad organizativa del libro y el gran interés que presenta el acceso a aquel mundo rebosante de vida del teatro menor de la segunda mitad del XVIII. Es todo un placer poder pasearse durante horas en medio de esa muchedumbre de majos, manolas, gitanos, ciegos, «neglitos», moros, etc., que pisaron aquellas tablas, y poder casi verlos y oírlos en sus varias actividades, como descritos por algunos de los observadores más agudos del Madrid dieciochesco. Se debe también felicitar al autor por haber incluido en la documentación dos libros poco conocidos pero de gran utilidad y distinción: una historia de la música española que se debe a Rafael Mitjana pero que, por desgracia, se publicó sólo en francés; y otra de Mariano Soriano Fuertes, una figura muy notable del siglo XIX hoy poco conocida. 

Por otra parte, sobre la población negra en la Andalucía de aquellos tiempos, y sus diversiones (como el «mandingoy»), Núñez hubiera encontrado información en el libro de Isidoro Moreno, La Antigua Hermandad de los negros de Sevilla (Sevilla, 1997), y en el de José Luis Navarro García, Semillas de Ébano, el elemento negro y afroamericano en el baile flamenco (Sevilla, 1998). También, El Poeta calculista, de Manuel García, padre de La Malibran (que no era barítono sino tenor), hubiera merecido más atención: el Polo del anterior y el Polo del Contrabandista son una misma obra, que era inicialmente un Caballo. 

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Hay algo sorprendente en atribuir al «flamenco» una abundancia tan grande de antecedentes extra-andaluces, madrileños y teatrales, y por ende desconectados de la realidad andaluza. Por una parte, la finalidad del teatro breve era divertir, lo que implicaba dejar de lado todo lo que pudiera ser desagradable –o al menos ajeno al gusto mayoritario– en la realidad. Por otra, entre los autores de esas obritas, los que viajaron por Andalucía por cierto nos dan sobre ella información muy útil –no se encuentra en otra parte–, pero refleja principalmente percepciones callejeras, superficiales y a veces estereotipadas. Describen a gitanos o gitanas, ya ganándose la vida y agarrando «parneses» (p. 42) en calles o plazuelas, ya en sus funciones y papeles de siempre. En una obra de  Pablo Esteve, explica uno de ellos: «Los gitanos tenemos vida particular, todo el día alegría, todo el día bailar, todo anda chiquilla baila con sal, que es tu respingo lo que no hay» (p. 44). Declaraciones como estas sirven en parte para disipar el miedo o la desconfianza que esos gitanos podrían inspirar. Con tales percepciones, no sólo asoma la pandereta, sino que el flamenco en su casi totalidad viene puesto bajo los auspicios de la diversión y del conformismo de la alegría. Se notan unas pocas alusiones a canciones gitanas (pp. 45-47) cantadas «con muchísima de alma» o «haciendo extremos de sentimiento» (pp. 55, 56), pero no bastan para reflejar la percepción de un quejío naciente y de un trasfondo de sufrimiento. Los gitanos de este teatro menor están descritos de un modo esencialmente convencional: bailan, cantan, tocan la guitarra, cecean, luchan y engañan. Lo que existía por detrás de lo callejero no era accesible, ni a esos autores, ni a los periodistas de las generaciones siguientes.

Por esa razón, me parece excesivo afirmar que esos repertorios de música y baile del Madrid de la segunda mitad del XVIII «sentaron las bases del arte flamenco». Hubo reflejos, y enriquecimientos, por cierto, pero sobre todo en la esfera pública de ese «flamenco»: en el que se daba a conocer en lugares de diversión. En ambientes cerrados donde el cante iba a desarrollarse como una cultura privada, esos majos y boleros pertenecían a otro mundo. 

Otro eje importante del libro de Núñez es el paso de formas musicales dieciochescas calificadas de preflamencas a formas dichas flamencas que vinieron más tarde. Es un tema poco cómodo en un libro ya que precisaría el análisis detallado de ejemplos sonoros. Una consecuencia es que, ocasionalmente, Núñez propone formulaciones como esta: 

Soy de la opinión de que la tirana es el antecedente más claro de los jaleos (y por ende de la soleá), además del eslabón que une el jaleo histórico con el fandango histórico, quedando la línea evolutiva de la siguiente forma: jácara-fandango-tirana-jaleo-soleá. (p. 199). 

No pienso ser el único lector del libro a quien ese tipo de clarificación planteará más problemas que soluciones, aunque sea sólo por pensar que el fandango y la soleá pertenecen a ramos y evoluciones distintas. Es de notar también que en aquel teatro menor se encuentran muy pocas alusiones a la tradición de los romances y corridos, de la que Cervantes, Estébanez Calderón y Luis Suárez Ávila conjuntamente nos han enseñado que alternó entre el mundo de la diversión pública y la esfera privada.

Dada la imposibilidad de entrar en análisis detallados, que serían infinitos, Núñez se apoya periódicamente en la percepción de un proceso de evolución fluida, en el que, entre un período y el siguiente, formas musicales se disuelven en otras. Tal percepción se justifica puesto que en gran medida así sucedió, pero a mi parecer presenta el inconveniente de poner la totalidad de un terreno histórico conocible bajo el manto único de una fusión que no es sólo permanente sino abierta a toda evolución. La noción de fusión no se puede así extender al pasado, cuando el estudio de ese último necesita el apoyo de nociones mucho más firmes y estables, que están disponibles. Núñez menciona dos de ellas, lo de «cantar de garganta» y lo de cierto «estilo oriental» que se apoderó de esas músicas. A tales nociones, que merecerían investigaciones, se debe añadir la de repertorio, puesto que muchos cantes se deben a creadores conocidos, y se transmitieron después de ellos. Hubo el repertorio de Fulano, el de Mengano, el de Zutano, como hubo el de Tal Sitio, el de Tal Otro, y así sucesivamente. Hay aquí islotes, islas grandes y hasta archipiélagos que permiten navegaciones acertadas en el océano de la fluidez. Examinado a la luz de la noción de repertorio, lo que el pasado revela son procesos de sedimentación y extensión, no de disolución o fusión, y una geografía.

Sobre la cuestión del aporte gitano al cante –si es que lo hubo–, se observa en Núñez una alternancia entre percepciones, precauciones y rarezas. Sabe que existe un modo de cantar «a lo gitano». Subraya con fuerza («no confundir por favor», p. 153, n. 64) la necesidad de distinguir entre seguidillas agitanadas y siguiriyas gitanas. Pero mientras camina por esta ruta, se acuerda de vez en cuando de lo criticable que es, en ciertos casos, la noción de raza, y eso conduce a piruetas. Los gitanos se presentan diluidos en varias poblaciones de «morenos», como sigue:  

no sorprende que ya en 1764 sean los gitanos la sal de España, no en referencia a los zingali sino a todo lo moreno que poblaba (y puebla) España y que dio en llamarse gitano, agrupando bajo esa denominación a las mil razas morenas que poblaron durante siglos la península (p. 447, n. 102). 

(Lo de las «mil razas morenas» podría ser un tanto exagerado: tal vez hubo media docena). La conformidad de esa visión histórica con ciertos cánones de lo políticamente correcto me parece más evidente que su compatibilidad con la historia de España. ¡Todas esas Pragmáticas contra gitanos cuando no los había! También, el episodio de la Gran Redada de gitanos en 1749, que condujo a centenares de ellos al arsenal de la Carraca, y sobre el que existen estudios universitarios recientes, se trasforma en lo que sigue en la obra de Núñez:

En la Carraca se contaron los gitanos y todos los morenos después de las redadas [sic] que se hicieron por estos años. De ahí surgió sin duda mucho del espíritu del flamenco. (p. 464, n. 145). 

(Idem en la p. 58, n. 45 : «la Carraca, en Cádiz, donde se agruparon a [sic] todos los «morenos» de España a finales del XVIII» [sic otra vez]). Se agruparon y se contaron: tal vez la Carraca fue una suerte de campamento de vacaciones en el que, aparte de contarse entre sí varias categorías de «morenos», los hubo que inventaron el flamenco de diversión para que lo disfrutemos nosotros. Rara vez se puede observar con tanta claridad cómo la ortodoxia en boga se apoya en la ignorancia y culmina en el revisionismo histórico.

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La parte documental del libro examinado es por cierto válida, y hay muchas cosas en ella que merecerán estudio, pero tal vez sería mejor mantenerse a distancia de lo que tiende a disolver lo andaluz en lo madrileño, lo flamenco en lo teatral, varias culturas en productos de diversión, los gitanos en los morenos, lo personal e individual en una fluidez general, y paremos de contar. El lector por supuesto interpretará lo que le parezca si bien algunas exhortaciones a la prudencia pueden ser útiles.

(Prohibida la reproducción total o parcial sin autorzación prevía del autor. Todos derechos reservados).

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